EL PODER SEGÚN BERGOGLIO. Los apóstoles y la torta para repartir. Naturaleza, función y utilidad del poder

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Jorge Mario Bergoglio ha sido un hombre de poder durante la mayor parte de su vida. Desde que era profesor, antes de ser ordenado sacerdote, hasta el día de hoy en la Cátedra de Pedro. Como es sabido, ocupó altos cargos académicos, fue párroco, Provincial de los jesuitas, obispo auxiliar, arzobispo y cardenal primado. En otras oportunidades ejerció poderes relevantes, aunque de manera transitoria: Presidente del Episcopado argentino y figura central y estratégica en la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Aparecida (Brasil). En ciertos momentos, como él mismo reconoce, ejerció el poder en forma autoritaria, aunque después hizo un examen de conciencia, una autocrítica, y cambió de actitud. No solo eso. Por las mismas responsabilidades que asumió y que asume, tuvo y tiene relación con un gran número de personas de poder, dentro y fuera de la Iglesia, y por el servicio y el ministerio que desepeña, funciona como una especie de “calamita” para otros poderes y poderosos del mundo, que sienten la necesidad de encontrarse con él en el Vaticano o durante sus viajes.

Vale decir que J.M. Bergoglio sabe perfectamente lo que es el poder, y probablemente de allí nace su actitud crítica y prudente frente a cualquier forma de poder. Conoce muy bien el valor que tiene cuando se lo ejerce como servicio y donación, pero conoce también todos los vicios insidiosos a los que ese poder, en la mayoría de los casos, arrastra a quien tiene títulos, legitimidad y funciones de gobierno sobre otras personas. En el intento de descifrar al menos en parte el “código Bergoglio”, hay que considerar detenidamente ese aspecto de su personalidad, y por eso solicitamos la ayuda de un jesuita argentino, profesor universitario. “Él no solamente conoce el poder. Como lo ha ejercido también en circunstancias difíciles y dramáticas es muy consciente de la naturaleza, la función y la utilidad del poder. Sabe perfectamente que las sociedades, los pueblos y las naciones, no pueden prescindir del poder que de por sí, si es legítimo, es necesario como instrumento de gobierno al servicio del bien común. Sabe además que el poder se legitima tanto en su origen como en su ejercicio; más aún, sobre todo en su ejercicio. Él siempre ha reflexionado mucho sobre los poderes que en la historia del hombre nacieron siendo legítimos y luego perdieron su legitimidad en el ejercicio”. “Una visión como esta –aclara otro interpelado- tiene sentido y resulta comprensible solo si en la base hay una concepción según la cual el poder se percibe, se siente y se asume como servicio”.

«La lucha por el poder dentro de la Iglesia –subrayó Papa Francisco comentando el Evangelio de san Marcos (9, 30-37) — no es cuestión de estos días, ¿eh? Comenzó allí, con Jesús»: mientras el Señor hablaba de la Pasión, los discípulos estaban discutiendo cuál de ellos era más importante y se merecía “la porción más grande” de lo que el Papa comparó con una torta para repartir. Pero en la Iglesia no debe ser así. El Santo Padre lo confirmó citanto otro pasaje del Evangelio de Mateo (20, 25-26) donde Jesús explica a sus discípulos cuál es el verdadero sentido del poder: “Ustedes saben que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los poderosos los oprimen. Entre ustedes no debe ocurrir así”. “Esta es la clave, entre nosotros no debe ser así”, afirmó el Obispo de Roma. Por lo tanto, en la óptica del Evangelio, “la lucha por el poder dentro de la Iglesia no debe existir. O, si queremos, puede haber una lucha por el verdadero poder, el que Él, con su ejemplo, nos enseñó: el poder del servicio. El verdadero poder es el servicio. Como hizo Él, que no vino para ser servido, sino para servir. Y su servicio fue precisamente el servicio de la cruz: se abajó hasta la muerte, y muerte de cruz, por nosotros, para servirnos, para salvarnos” (Observatorio Romano, Santa Marta, homilía del 21 de mayo de 2013).

Un amigo del Papa Francisco nos comenta: “Miren, en esas palabras que acaban de recordar está contenido, no diría que el Papa Bergoglio, no, está contenida la concepción cristiana del poder. Y eso es lo importante. Pero recuerden que Francisco subraya algo más que tiene una gran relevancia, aunque es difícil de entender. Dice: “Para el cristiano ir hacia adelante, progresar, significa abajarse. Si no aprendemos esta regla cristiana, nunca podremos entender el verdadero mensaje cristiano sobre el poder” (…). San Ignacio en los Ejercicios Espirituales “nos hace pedir al Señor crucificado la gracia de la humillación: Señor quiero ser humillado para parecerme más a vos. Eso es el amor, es el poder del servicio en la Iglesia Y se sirve mejor a los demás por el camino de Jesús”. Para J.M. Bergoglio cualquier poder, pequeño o grande, siempre está rodeado y amenazado por una insidia destructiva: la corrupción, que trata de infiltrarse en todas partes, incluyendo la Iglesia.

Tiempo atrás, en enero de 2015, cuando el Papa Francisco estaba volviendo de Manila, contó que siendo arzobispo de Buenos Aires en una oportunidad intentaron corromperlo. No es casualidad que en su discurso en el V Congreso nacional de la Iglesia Italiana Francisco haya dicho: “La humildad, la abnegación, la felicidad: estos son los tres rasgos que hoy quiero presentar para meditar sobre el humanismo cristiano que nace de la humanidad del Hijo de Dios. Y esos rasgos también dicen algo a la Iglesia italiana que hoy se reúne para caminar juntos en un ejemplo de  colegialidad. Esos rasgos nos dicen que no debemos obsesionarnos con el “poder”, incluso cuando toma la apariencia de un poder útil y funcional para la imagen social de la Iglesia. Si la Iglesia no asume los sentimientos de Jesús, se desorienta, pierde su sentido. En cambio si los asume, sabe estar a la altura de su misión. Los sentimientos de Jesús nos dicen que una iglesia que solo pensara en sí misma y en sus intereses, sería triste. Las Bienaventuranzas, por último, son el espejo donde tenemos que mirarnos, lo que nos permite saber si estamos en el camino correcto: es un espejo que no miente. Una iglesia que tiene estas tres características – la humildad, la abnegación, la felicidad – es una Iglesia que reconoce la acción del Señor en el mundo, en la cultura, en la vida cotidiana de las personas. He dicho más de una vez y lo repito hoy: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y sucia por haber salido a la calle, que una Iglesia enferma por estar encerrada y por la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina atrapada en una maraña de obsesiones y procedimientos “(Evangelii Gaudium, 49).

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