El Papa Francisco ha confiado a la Virgen de Guadalupe el Año de la Misericordia, la “dimensión” que mejor expresa un pontificado que está por cumplir su tercer año. No es la primera vez que un Pontífice se coloca él mismo y su propia misión bajo la protección de la Virgen Morenita, proclamada “Protectora de América Latina” por S. Pio X (en 1910) y posteriormente “Reina del Trabajo” por Pio XII (en 1955). El 12 de diciembre de 2011 Benedicto XVI presidió en San Pedro una celebración eucarística para conmemorar el bicentenario de la Independencia de los países de América Latina y el Caribe. La coincidencia de fechas no resulta extraña tomando en cuenta lo que significó la Virgen en el plano simbólico e identitario para los movimientos independentistas del México novohispánico, a principios del siglo XIX. Al terminar la homilía, Benedicto XVI anunció el viaje que pocos meses después realizaría a México y Cuba, uno de los últimos de su pontificado e indudablemente uno de los más significativos. Exactamente treinta años antes, el entonces cardenal secretario de Estado Agostino Casaroli presidió como delegado pontificio la misa por el 450º aniversario de la aparición en el nuevo santuario de Guadalupe recién inaugurado, y contemporáneamente Juan Pablo II celebró la misa en San Pedro, durante la cual recordó la visita apostólica que había hecho a México en enero de 1979, solo tres meses después de ser elegido Papa.
Juan Pablo II: México espejo de Polonia. Para Karol Wojtyla, que volvió a México como Papa otras cuatro veces (un record singular en el largo pontificado wojtyliano, igualado por España y superado solo por Polonia, Francia y Estados Unidos), existía un nexo profundo entre aquella tierra, cuna de la evangelización de todo el continente americano, y su patria. Lo que unía ambos países era sobre todo la fuerte impronta mariana, de la Virgen Negra que se venera en Jasna Gora (Czestochowa) y la Morenita de Guadalupe. En efecto, la devoción a la Madre de Dios era, a los ojos del Pontífice, uno de los ejes sobre los cuales se habían ido formando a lo largo de los siglos tanto la identidad nacional mexicana como la polaca. Además, el culto mariano era el núcleo de esa religiosidad popular que Juan Pablo II, en su famoso discurso a la III Conferencia general del Episcopado Latinoamericano (Puebla, 28 de enero de 1979) señaló como genuina expresión de la fe de la Iglesia y como precioso antídoto contra cualquier tipo de reducción “revolucionaria” del mensaje evangélico. Esta última consideración permite identificar otro nexo, de naturaleza más histórico-política, entre la Polonia de aquel momento y América Latina en su conjunto. Habiendo vivido en primera persona los horrores del totalitarismo soviético y las íntimas contradicciones de las “democracias populares” de Europa Oriental, el Papa Wojtyla no podía dejar de mirar con sospecha algunas corrientes teológicas, más o menos relacionadas con el filón más amplio de la denominada “teología de la liberación”, que asumían la ideología marxista como clave de lectura de la historia y como programa de acción práctica para los católicos de América Latina. En Puebla también, y no por casualidad, el pontífice destacó la importancia de “una recta concepción cristiana de la liberación”, explicando que la Iglesia “no necesita recurrir a sistemas o ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre”. Por otra parte eso no le impidió al Papa manifestar en otras oportunidades que valoraba los intentos de releer, a la luz del contexto latinoamericano, las categorías fundamentales de la teología católica, siempre dentro de la fidelidad al magisterio.
Por último, había otro aspecto que para Juan Pablo II hacía de México una especie de espejo de Polonia: la persecución sufrida por la Iglesia. Lo recordó él mismo, en el breve discurso del 27 de enero de 1979 a la comunidad polaca residente en México. Cuando comenzaba su pontificado, México vivía todavía la contradicción de ser un país de amplia mayoría católica pero con una de las Constituciones más anticlericales de la historia del Novecientos. La revolución carrancista, heredera de un liberalismo masónico radical, había dado a México, a principios de 1917, una Constitución que negaba a la Iglesia toda personería jurídica (lo que le impedía poseer edificios religiosos o administrar bienes de cualquier tipo), prohibía la enseñanza religiosa en las escuelas y las celebraciones religiosas fuera de los templos, vietaba la presencia de religiosos extranjeros en el territorio nacional, impedía a los sacerdotes ejercer su derecho a votar, proscribía las órdenes religiosas y asignaba a los gobernadores locales la función de determinar el número máximo de sacerdotes permitido en cada uno de los Estados de la Federación. Precisamente la decisión del gobierno de Plutarco Elías Calles de aplicar al pie de la letra las normas constitucionales (en especial el art. 130, un verdadero “salto cualitativo” respecto de las leyes anticlericales del Ochocientos) provocó, en 1926, el estallido de la “Guerra Cristera”, que terminó en 1929 con un baño de sangre de más de cien mil muertos.
Si bien es cierto que desde fines de la década del Treinta las disposiciones más hostiles contra la Iglesia de hecho no volvieron a aplicarse a raíz del acuerdo alcanzado per modum facti entre el episcopado local y el gobierno de Lázaro Cárdenas, también lo es que en los años Sesenta la legislación anticlerical seguía incumbiendo como una espada de Damocles sobre el episcopado, el clero y los fieles, obligados por la ley a llevar una especie de “doble vida”. Una paradoja que resultaba más insostenible todavía por la vecindad con Estados Unidos, donde la separación amistosa entre la Iglesia y el Estado permitía que los católicos gozaran de plena libertad religiosa. Por eso el hecho de que viajara a México un Papa que recién elegido pedía con fuerza que “abran al poder salvífico de Cristo la puerta de los Estados”, tenía una fortísima importancia simbólica. Si un país anticlerical –pensaba Wojtyla, tal como recordó varias veces su secretario particular (ahora cardenal) Stanislaw Dziwisz- aceptaba, aunque con cierto embarazo, recibirlo (la invitación al Pontífice para que cruzara el Océano era del Consejo Episcopal Latinoamericano – CELAM), ¿cómo podría cerrarle las puertas Polonia? Y los hechos, como es sabido, le dieron la razón.
Primeras reformas de la legislación anticlerical. Sin embargo, para llegar a la primera reforma de los artículos anticlericales de la Constitución (n. 3, 5, 24, 27 y 130), que el establishment mexicano consideró un atentado contra la laicidad del país, hubo que esperar hasta la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (PRI), quien en su discurso de asunción del 1 de diciembre de 1988 destacó significativamente la necesidad de “modernizar las relaciones entre el Estado y la Iglesia”. En el plano formal, el proceso de reforma –precedida por varios años de encendido debate político- fue sorprendentemente breve. Desde el anuncio de la reforma, el 1 de noviembre de 1991, hasta su publicación en el Diario Oficial, no pasaron ni siquiera tres meses. El 15 de julio de 1992 siguió, como es la norma, la publicación de la ley reglamentaria, conocida como Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público (LARCP), vigente hasta la actualidad. La coronación de la reforma, el 21 de septiembre de 1992, fue la reanudación de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede.
Las circunstancias históricas que hicieron posible este cambio epocal (cuyos límites, por otra parte, pusieron en evidencia numerosos observadores autorizados), no se han aclarado del todo hasta la actualidad. Con toda seguridad –como recordó recientemente el cardenal secretario de Estado Pietro Parolin, que en aquel momento era secretario de la Delegación Apostólica en Ciudad de México- el paciente trabajo diplomático que desarrolló el entonces Delegado mons. Girolamo Prigione tuvo una importancia determinante. El segundo viaje a México de Juan Pablo II en 1990 también contribuyó en gran medida a ese resultado. Parece razonable, además, suponer que la caída del muro de Berlín, con la consiguiente reanudación de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y las ex Repúblicas soviéticas, pudo haber favorecido dicho cambio, además de acelerar el proceso de integración de México con Estados Unidos, que culminó en 1994 con la firma del North American Free Trade Agreement – NAFTA. En el plano interno, por último, algunos consideran que la reforma formó parte de un acuerdo entre el partido de gobierno - Partido Revolucionario Institucional (PRI)– y el principal partido de la oposición -Partido de Acción Nacional (PAN) – cuyo propósito era cerrar de una vez por todas la polémica sobre la legitimidad de las elecciones políticas de 1988, sobre las que pesaban graves sospechas de fraude de parte del PRI.
Pero sin duda los acontecimientos de 1992 marcaron el comienzo de un proceso de reforma que todavía está en curso y que obligó a los principales actores de la política y de la sociedad a interrogarse sobre el significado de la laicidad en el México del siglo XX. Una etapa importante en este sentido fue la reforma del art. 24 de la Constitución (referido a la libertad de culto), aprobada por las Cámaras de Diputados y de Senadores respectivamente el 15 de diciembre de 2011 y el 28 de marzo de 2012, pero implementada definitivamente solo quince meses después. Significativamente, la trayectoria de esta reforma coincidió en gran medida con la visita a México de Benedicto XIV. A diferencia del proyecto original del diputado priista José Ricardo López Pescador, que hacía una mención explícita del derecho a la objeción de conciencia y del derecho de los padres de asegurar a sus hijos una educación conforme a sus convicciones religiosas, la reforma no llegó mucho más allá de incluir en el artículo 24 una referencia al “derecho a la libertad de conciencia y de religión”, que por otra parte no comportó una modificación de las limitaciones al ejercicio del culto fuera de los templos previstas por la LARCP.
Los nudos que todavía no se han resuelto. En el primer discurso que pronunció en México, el 23 de marzo de 2012 en el aeropuerto de Silao, Benedicto XVI subrayó que la dignidad de cada persona humana “se manifiesta de manera eminente en el derecho fundamental a la libertad religiosa, en su genuino sentido y en su plena integridad”. Dos días después volvió sobre el tema el cardenal secretario de Estado Tarcicio Bertone, quien afirmó que “la libertad del hombre para buscar la verdad y profesar las propias convicciones religiosas, tanto en privado como en público, ha de ser reconocida y garantizada por el ordenamiento jurídico”. En la misma sede el cardenal formuló el auspicio de que “en México este derecho fundamental se afiance cada vez más, conscientes de que este derecho va mucho más allá de la mera libertad de culto”. Hoy, cuando se está preparando el viaje apostólico de Francisco, todavía quedan muchos nudos sin resolver en la relación entre la Iglesia, el Estado y la sociedad de un país cuya clase dirigente en muchos casos no parece dispuesta todavía a abandonar el dogma del “laicismo constitucional” para abrazar una concepción más amplia de laicidad. En el centro del debate se encuentran, en primer lugar, el derecho a la objeción de conciencia (formalmente negado por el primer artículo de la LARCP), la asistencia religiosa en los hospitales y en las cárceles, el reconocimiento de los efectos civiles del matrimonio religioso y que la Iglesia católica y otras confesiones puedan acceder como tales a los medios de comunicación masivos (lo que también prohibe la LARCP). Un tema estrechamente relacionado con la libertad religiosa es la libertad de educación, que hoy en México solo está efectivamente garantizada para las familias que pueden pagar una escuela privada, a diferencia de la escuela pública que, según la disposición constitucional, excluye por principio cualquier visión religiosa del mundo en nombre de una “laicidad” cuyos valores y definiciones ideológicas las fija el Estado.
Durante el encuentro con la comunidad hispánica en Filadelfia, el 26 de septiembre pasado, Francisco afirmó que “la libertad religiosa, por su naturaleza, trasciende los lugares de culto y la esfera privada de los individuos y las familias, porque el hecho religioso, la dimensión religiosa, no es una subcultura, es parte de la cultura de cualquier pueblo y de cualquier nación”. Es lícito entonces preguntarse si en el curso de la visita a México, que incluirá seguramente entre los temas principales el drama de la inmigración y las plagas de la criminalidad y del narcotráfico –resulta emblemático en ambos sentidos la decisión, aún no confirmada oficialmente por el Vaticano, de visitar Ciudad Juárez, que vanta el triste primado de la tasa más alta de femicidios del mundo- también encontrará espacio una reflexión sobre el aporte que la libertad religiosa plenamente realizada puede ofrecer a una sociedad cada vez más plural.