La noticia del decreto de la Congregación para la Causa de los Santos que reconoce el milagro atribuido a la intercesión del joven mártir mexicano José Luis Sánchez del Río (1913-1928), cuya promulgación fue aprobada el 21 de enero pasado por el Papa Francisco, dio rápidamente la vuelta al mundo y sigue reproduciéndose en los medios católicos y no católicos. Lo que no resulta asombroso por diversas razones. En primer lugar, porque el anuncio de la canonización de Sánchez del Río –beatificado por Benedicto XVI el 20 de noviembre de 2005 junto con otros 12 mártires mexicanos – se ha producido pocos días antes de que el Papa Bergoglio comience el viaje apostólico a México, que de ese modo asume una nueva connotación de alto valor simbólico. La segunda es que este mártir, que en México ya es objeto de una difundida devoción popular, cuenta también con gran número de devotos en Europa porque es el personaje principal del filme histórico “Cristiada” (dirigido por Dean Wright, 2011) que se propuso presentar al gran público los trágicos acontecimientos de la guerra cristera (también conocida como “cristiada”) que desde 1926 hasta 1929 ensangrentó nuevamente México apenas terminó la guerra revolucionaria de la década del Diez. En algunos países europeos la promoción de la película fue el centro de una amplia y ramificada campaña de sensibilización cultural, sobre todo en Francia, donde la presentación de la película estuvo acompañada por la reedición de algunas obras del historiador Jean Meyer –autor de los estudios más importantes sobre el tema- y la publicación de un número especial de la revista “Histoire du Christianisme Magazine”. También en Italia la presentación del filme, cuyos derechos fueron adquiridos por la Dominus Production, despertó el interés publicístico, sobre todo en el ámbito católico, acompañado por el ensayo de Mario Arturo Iannaccone “Cristiada” (Lindau, 2013) como útil punto de referencia historiográfico.
El “colosal” filmado en México –fruto de una producción internacional apoyada por la confraternidad estadounidense de los Caballeros de Colón- ha contribuido a renovar el interés por esa página de la historia tan significativa como olvidada: la guerra civil que durante tres años produjo el alzamiento en armas de decenas de miles de católicos contra el gobierno laicista anticlerical del masón Plutarco Elías Calles. La guerra comenzó en el verano de 1926 como consecuencia de la suspensión del culto público en todas las iglesias de México, que decidió el episcopado, de manera aparentemente compacta, en señal de protesta contra los ataques del gobierno a la Iglesia católica (aunque en realidad el acuerdo no fue unánime) y concluyó recién tres años después con un discutido modus vivendi que acordaron dicho episcopado y el gobierno, con el concurso fundamental de la diplomacia estadounidense y la diplomacia pontificia.
A partir de focos de reacción más o menos espontáneos, la rebelión se extendió como una mancha de aceite en las regiones centro occidentales del país, hasta convertirse en un verdadero ejército de guerrilleros a las experimentadas órdenes del general del Ejército (retirado) Enrique Gorostieta Velarde -que en la película de Dean Wright interpreta un Andy García especialmente inspirado. En ese contexto histórico se sitúa la vida del joven mártir José Luis Sánchez del Río. Nacido en el pueblo de Sahuayo, en el Estado de Michoacán –como la niña de cuatro meses (que hoy tiene cinco años) a la que fue diagnosticada una muerte cerebral con una probabilidad de muerte del 90 por ciento y cuya curación se atribuyó a la intercesión del beato- el pequeño José Luis manifestó desde los primeros enfrentamientos entre los milicianos católicos y el Ejército federal el deseo de unirse a los insurgentes, siguiendo el ejemplo de sus dos hermanos mayores (Macario y Miguel), miembros de la ACJM (Acción Católica de la Juventud Mexicana). Un deseo que se vio varias veces frustrado por la corta edad del futuro mártir, pero que terminó con la incorporación a las tropas del general cristero Rubén Guizar Morfín, donde al principio José Luis fue empleado en la retaguardia para ocuparse de los caballos y limpiar los fusiles. Su celo por la causa y su piedad le ganaron muy pronto el sobrenombre de Tarcicio, en referencia al joven romano que murió mártir en el 275 durante la persecución de Aureliano por impedir que la eucaristía fuera profanada. La vida de José Luis en la retaguardia está bien representada en la película, aunque no faltan aspectos forzados (cosa que por otra parte es inevitable en cualquier reducción cinematográfica de un hecho histórico), por ejemplo el encuentro de José Luis con Gorostieta, el jefe del ejército cristero, que en realidad nunca ocurrió, como recientemente ha confirmado un descendiente del general cristero de Jalisco, José Gutiérrez. En cambio un episodio representado en el film que realmente se produjo es cuando el general pierde su caballo en la batalla y el joven José Luis le entrega el suyo; así ocurrió efectivamente en la batalla de Cotija y por esa razón José Luis, que en esa oportunidad había sido el portaestandarte de la tropa de Guizar Morfín- fue tomado prisionero. Encerrado en la iglesia de su pueblo natal, que los federales habían transformado en gallinero, el joven rechazó varias veces el ofrecimiento de su padrino (y diputado del distrito vecino) Rafael Picazo de recuperar la libertad si su familia pagaba un altísimo rescate. La pulseada llegó a un punto crítico cuando el joven mató los gallos que el diputado criaba en ese lugar, reprochado al estupefacto Picazo que “la casa de Dios es para venir a orar, no para refugio de animales”. Allí decidieron las torturas (que se describen en una de las escenas más crudas y realistas del filme) a las que fue sometido la noche del 10 de febrero de 1928, durante las cuales los soldados intentaron inutilmente que José Luis proporcionara información sobre los habitantes de Sahuayo involucrados en la guerra cristera. El final culminó en el cementerio del pueblo, donde el joven, al que le habían desollado los pies con un cuchillo durante la tortura, fue apuñalado en el borde su fosa y acabado con un tiro de pistola por el comandante de los soldados, exasperado por los gritos del joven que seguía aclamando a Cristo Rey –con el grito de batalla “¡Viva Cristo Rey! del que toman el nombre (despreciativo en su origen) de cristeros- y a la Virgen de Guadalupe. De nada valieron todos los intentos de sus verdugos de que renegara de su fe, lo que probablemente hubiera significado que le perdonaran la vida.
Al margen de la historia de José Luis Sánchez del Río, hay que considerar que los años de la guerra cristera se caracterizan por lo que con todo derecho se puede definir como un verdader “martirologio”. En efectos, cientos de religiosos y laicos católicos fueron asesinados por odio a la fe durante el conflicto religioso que ensangrentó México. La experiencia del martirio, en realidad, atraviesa la historia mexicana hasta fines de los años Treinta, como demuestra por ejemplo el bárbaro asesinato del sacerdote Pedro de Jesús Maldonado y Lucero, muerto el 11 de febrero de 1937 por las agresiones recibidas y canonizado por Juan Pablo II el 21 de mayo de 2000, junto con otros 24 mártires.
El primer mártir mexicano que fue elevado a la gloria de los altares fue el padre jesuita Miguel Agustín Pro (1891-1927), acusado injustamente de haber participado en un atentado contra el ex presidente Álvaro Obregón y fusilado por esa razón junto con su hermano Humberto y otros dos miembros de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, el 23 de noviembre de 1927. A la beatificación del padre Pro, el 25 de septiembre de 1988, siguió la del sacerdote Cristóbal Magallanes Jara (1869-1927) y otros 24 mártires, el 22 de noviembre de 1992 (posteriormente canonizados el 21 de mayo de 2000), y la del padre agustiniano Elías del Socorro Nieves (1882-1928), que se llevó a cabo el 12 de octubre de 1997.
Pocos meses después del comienzo del pontificado de Benedicto XVI, el 20 de noviembre de 2005, fueron beatificados en Guadalajara otros 13 mártires mexicanos, entre ellos el joven Sánchez del Río y el laico Anacleto González Flores (1888-1927), fundador de la Unión Popular y partidario de la resistencia pacífica y no violenta contra el gobierno. En este sentido es importante aclarar que, para la teología católica y para el derecho canónico, el martirio se verifica solo en presencia de la libre aceptación de la muerte por Cristo, acogida sin oponer ninguna resistencia y mucho menos armada. En el caso mexicano eso implica que los milicianos cristeros caídos en batalla no se pueden considerar “mártires”, lo que por otra parte –siguiendo el criterio que siempre utilizó en este sentido el Papa de aquel momento, Pio XI (1922-1939)- no implica un juicio sobre la legitimidad moral de recurrir a las armas para rebelarse contra un gobierno que persigue a la Iglesia. El Papa Achille Ratti –quien buscó de todas las manera posibles la pacificación religiosa del país- siempre se mantuvo fiel a esta actitud de “distancia benévola”, tanto en la encíclica Acerba animi (29 de septiembre de 1932) como en la encíclica Firmissimam constantiam (28 de marzo de 1937).
El único obispo mexicano protagonista de la Cristiada que fue beatificado (por Juan Pablo II, el 29 de enero de 1995) y posteriormente canonizado (por Benedicto XVI, el 15 de octubre de 2006) es el arzobispo de Veracruz, mons. Rafael Guízar y Valencia (1878-1938), cuyo celo pastoral y misionero le otorgó en vida una fama de santidad universalmente reconocida. Significativamente, “el obispo santo de Veracruz” fue el único obispo que se opuso abiertamente a la suspensión del culto público, promovida por el episcopado en julio en 1926 debido a la presión de los ambientes católicos más radicales, previendo sus funestas consecuencias.