El movimiento evangélico de matriz pentecostal ha crecido en el último ventenio, más en algunos lugares –América Central y Brasil-, menos en otros –Argentina y América del Sur-, pero siempre a un ritmo sostenido. En desmedro de los católicos, se ha dicho, que habrían perdido cantidades significativas de practicantes –un 19 por ciento en promedio-, con porcentajes que rozan el 50 por ciento en América Central. El argumento que se esgrime para explicar el crecimiento pentecostal en América Latina apunta contra la excesiva politización de la Iglesia en los años 70 y 80, que habría dividido las comunidades y empujado gran número de fieles a los brazos de los nuevos movimientos evangélicos. También hay quienes acusan a la opción pastoral por los pobres que hizo la Iglesia latinoamericana en las conferencias de Medellín (1968) y Puebla (1979) y la interpretación “exclusivista y excluyente” que de ella habría hecho la Teología de la Liberación. “Es revelador que Honduras, Nicaragua, El Salvador y Guatemala son los países donde ha sido más pronunciada la Teología de la Liberación y la alianza de los religiosos y clérigos católicos con la extrema izquierda en las décadas de 1980 y 1990”, afirmó el sitio tradicionalista Rorate Caeli en un editorial en respuesta a estudios recientes sobre la disminución de los fieles católicos en el continente. Pero la historia de Monseñor Romero, emblema de la opción preferencial por los pobres y a punto de ser beatificado, parece desmentir o por lo menos redimensionar la tesis de los críticos de la iglesia postconciliar latinoamericana y su compromiso con la liberación.
En un artículo publicado en el sitio Supermartyrio, dedicado a la causa de beatificación de monseñor Romero, el director Carlos Colorado observa que “Un punto que a menudo se pierde cuando se habla de Romero, sin embargo, es su eficacia como evangelizador”. El argumento central de Colorado es que, “Mientras el catolicismo perdió terreno en toda América Latina, Romero revirtió drásticamente las tendencias a la baja en su arquidiócesis, lo que demuestra que al estar atenta a las necesidades humanas básicas, la Iglesia consigue la lealtad y el afecto de la feligresía”. Como prueba de su afirmación, el autor cita las cifras del Anuario Pontificio de 1976, que registran una flexión de 14 por ciento en el número de católicos de El Salvador respecto a 1965 (de 99 a 85%), una baja que resulta estar en sintonía con la tendencia regional registrada también por dos estudios recientes, los de la agencia estadounidense Pew Research Center y la Corporación Latinobarómetro con sede en Chile. Pero la situación religiosa relevada en 1980 –a tres años de haber asumido Romero como arzobispo de San Salvador- ya es distinta y mejora tre puntos porcentuales con respecto a la anterior, que se hacen cinco en 1990, diez años después del asesinato de Romero. Algunos estudios en el campo realizados por el Secretariado Episcopal de América Central y varias encuestas de la Universidad Católica de San Salvador confirman que la mayoría de los fieles aprobaron la opción preferencial de la Iglesia por los pobres. Y tampoco la preocupación por una Iglesia involucrada en el terreno político habría sido el factor decisivo para el éxodo de los católicos salvadoreños hacia las comunidades evangélicas. Los mismos teólogos que han reconocido el “carácter martirial” del asesinato de Romero observan que la Iglesia salvadoreña de aquellos años fue objeto de una persecución devastadora. Dieciocho sacerdotes fueron asesinados entre 1972 y 1989, seis de los cuales precisamente en los tres años que Romero fue arzobispo; otros fueron expulsados del país o amenazados para que no volvieran. Romero perdió cincuenta sacerdotes, entre muertos, exiliados y los que salieron por razones de seguridad, casi una cuarta parte del clero de la diócesis. “También las religiosas han sido objeto de persecución”, se quejó Romero aún antes de la violación y asesinato de cuatro religiosas estadounidenses en diciembre de 1980. “La emisora del Arzobispado, instituciones educativas católicas y de inspiración cristiana han sido constantemente atacadas, amenazadas e intimidadas con bombas”, denunció el arzobispo en sus homilías en la catedral.
El efecto intimidatorio que sufrió la Iglesia de El Salvador está confirmado por los mismos pentecostales. El PROLADES, un conocido centro de estudios socio-religiosos de los protestantes evangélicos, reconoce que el gobierno salvadoreño persiguió a la Iglesia Católica y que dicha persecución empujó a los sectores de la Iglesia más comprometidos con los pobres a una “retirada táctica”, mientras que otros grupos católicos “mantuvieron un enfoque altamente sacramentalista”, que ignoró las mayorías pobres en sus pastorales. El estudio concluye que, “al mismo tiempo que la Iglesia Católica estaba perdiendo su presencia institucional entre los pobres salvadoreños a través de, ya sea, una retirada táctica o negligencia pastoral, las iglesias pentecostales estaban lanzando una ofensiva para ganar conversos por Cristo”. En consecuencia, termina diciendo el sitio Supermartyrio, “los católicos que abandonaron la Iglesia en el Salvador lo hicieron no porque rechazaron la línea pastoral de monseñor Romero, sino, hasta cierto punto, porque pensaban que la Iglesia los había abandonado”. “Es revelador -observa Carlos Coronado- que las diócesis dirigidas por los críticos acérrimos de Romero, los obispos Pedro Arnoldo Aparicio, Benjamín Barrera y José Eduardo Álvarez declinaron en membresía mientras que la de Romero se expandió”.
El martirio y los sufrimientos, para Romero, eran las razones del crecimiento: “hemos vivido quizá el año más trágico de nuestra historia, pero al mismo tiempo para la Iglesia el año más fecundo de nuestra historia eclesiástica”, dijo al final de 1977. Con el regreso de muchos hijos pródigos: “¡Cuántos se han acercado a la Iglesia para decir que habían perdido ya la fe y gracias a esta cruz de 1977 han vuelto!”. En la década del 50 la Iglesia de El Salvador, al igual que el resto de América Central, contaba con un sacerdote cada 10 mil habitantes, mientras en Europa el promedio era de 1 cada 1.200. En marzo de 1980, poco antes de ser asesinado, Romero informó que los cinco seminarios del país estaban llenos y tenían que rechazar ingresos o poner algunos candidatos en lista de espera.