12 DE OCTUBRE. LA HORA DE LOS HISPANOS. En el día del descubrimiento de América, una mirada al crecimiento de los latinoamericanos en los Estados Unidos y a sus consecuencias

Un niño es ayudado a subir al techo del tren para iniciar el largo y peligroso viaje hacia los Estados Unidos. Foto Esteban Biba/Soy502
Un niño es ayudado a subir al techo del tren para iniciar el largo y peligroso viaje hacia los Estados Unidos. Foto Esteban Biba/Soy502

La población de origen hispano ya supera los 60 millones de personas en Estados Unidos (incluyendo los “indocumentados”) y llegará a ser más de 130 millones en el año 2.050, lo que significa que según todas las proyecciones estadísticas casi 1 de cada tres norteamericanos será “hispano”. Esta presencia creciente y emergente, fortalecida por índices cada vez mayores de escolaridad y de integración social, laboral y económica, tendrá incalculables repercusiones en toda la vida de esta gran Nación. Seguirá produciéndose en ella un profundo realineamiento cultural en formas cada vez más complejas y en gran medida imprevisibles, sobre todo de un mestizaje desbordante y novedoso respecto del tradicional “melting pot”. No faltarán también consecuencias muy importantes en la vida política de la Nación. Esta afirmación se confirma aún más considerando que dentro de 6 años, en el 2.020, la mitad de los católicos de Estados Unidos serán de origen hispano y que este porcentaje llegará al 86% de los católicos estadounidenses en el año 2.050.

Si tenemos presente esa proyección, se comprende cuan profética fue la intuición de San Juan Pablo II cuando convocó la Asamblea sinodal para toda América. Fue un anuncio tan inédito, inesperado y desconcertante para los Obispos presentes que ni siquiera se recogió en el documento final de Santo Domingo. Recibió en general adhesiones bastante formales y en algunos casos perplejas. Incluso los aportes que las Conferencias Episcopales del continente hicieron durante las fases preparatorias fueron mas bien escasos, de relativa relevancia y bastante dispersos en cuanto a las temáticas. El resultado más concretamente importante de dicho evento fueron los encuentros y vínculos de amistad que empezaron a construirse y en algunos casos a profundizarse entre Obispos norteamericanos y latinoamericanos. La misma Exhortación apostólica pos-sinodal, “Ecclesia in America” (22 de enero de 1999), fue, en mi opinión, más que un fruto maduro, una guía que orientaba y alentaba a las Iglesias en América para que asumieran toda la responsabilidad que les compete en el camino que quedaba abierto. Es claro que después de esta Asamblea sinodal se realizaron diversos encuentros periódicos entre los Padres sinodales escogido para dar continuidad a los intercambios. Sin embargo, hubo que esperar al Congreso “Ecclesia in America”, celebrado en el Vaticano en diciembre de 2012, y a la peregrinación y encuentro en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en noviembre de 2.013, para que aquella intuición profética se retomara en toda su magnitud y empezara a dar los primeros frutos.

No pueden sorprender las dificultades que debió afrontar este hecho inédito y lleno de novedad, dada la incomunicación que durante siglos existió entre América Latina y Estados Unidos, especialmente en los siglos XVII y XVIII y hasta la segunda mitad del siglo XIX. Recién entonces se proyecta hacia el Sur el “destino manifiesto” de Estados Unidos y comienza la expansión en América Latina de la inversión y explotación de sus empresas, al mismo tiempo que las frecuentes intervenciones militares allí donde se considera que existen riesgos de subversión.

Como contrapunto, la generación intelectual latinoamericana de finales de siglo XIX recupera la conciencia de unidad latinoamericana, “bolivariana”, y expresa su alarma ante la expansión norteamericana. Son los tiempos de la “Nuestra América” de Martí, de la “Oda a Washington” de Rubén Darío –donde canta a los pueblos que “aún creen en Jesucristo y hablan en español”- del Ariel contra Calibán en José E. Rodó, de “bolivarismo” contra “monroísmo”, de “latinoamericanismo” contra “panamericanismo”. Posteriormente, en los tiempos de la guerra fría, América Latina pasa a ser considerada por Estados Unidos como simple “patio trasero” y queda integrada en su área continental de seguridad y lucha contra el comunismo. La bien intencionada Alianza para el Progreso tiene una vida fugaz y queda en la nada. Frente a la revolución cubana, su viraje marxista-leninista, su recostarse sobre la Unión Soviética y su estrategia guerrillera, la administración norteamericana se decide por el lenguaje de las armas. América Latina entra en una fase de política de muerte y en la muerte de toda política. Son los tiempos latinoamericanos de la “teoría de la dependencia” y de la “teología de la liberación”.

Durante las sesiones del Concilio Ecuménico Vaticano II no se intensificaron significativamente las relaciones entre los Padres conciliares latinoamericanos y los norteamericanos, salvo contadas excepciones. Recién después las relaciones comienzan a adquirir cierto ritmo. Se crea la Oficina para América Latina de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, se establecen las delegaciones de Pastoral Hispana y se organizan los Congresos de Pastoral hispana en el país, aumenta el número de sacerdotes latinoamericanos al servicio de diócesis norteamericanas, comienzan a manifestarse los ecos metropolitanos de la teología de la liberación, se convocan las reuniones anuales de delegados del CELAM con los delegados de las Conferencias episcopales de Estados Unidos y Canadá (desde 1969) y encuentros trienales entre las Conferencias de Religiosos/as (desde 1971). Sin embargo, son relaciones mas bien esporádicas, marginales, fragmentarias, en todo caso menos intensas de las que mantienen las Iglesias de América Latina con las Conferencias Episcopales del mediterráneo europeo y de Alemania.

No sé cuánto tendría presente San Juan Pablo II dichas raíces comunes cuando tuvo la intuición profética de la Asamblea sinodal para América. Sin duda, advertía que ya en tiempos de globalización se acercaban y compenetraban todas las fronteras. Es significativo que el Santo Padre lanzara esta iniciativa muy poco tiempo después de la caída del “muro” de posiciones contrapuestas en la dialéctica Este-Oeste, al final de la fase histórica bipolar de Yalta. En la idea del Papa, otros muros debían ir cayendo a continuación, en especial los que separaban Norte y Sur, los mundos hiperdesarrollados y opulentos de los otros dependientes y empobrecidos, para construir progresivamente una “globalización de la solidaridad”. En este sentido consideraba que el continente americano era el lugar decisivo para abordar esa cuestión mayor, porque en este continente se verifican y conviven, por una parte, situaciones de desarrollo muy desigual y grandes asimetrías de poder y, por otra, allí vive más de la mitad de los católicos de todo el mundo. Para empezar a derribar ese muro había que superar tanto las contraposiciones como la ignorancia y la indiferencia recíprocas. Era necesario superar las respectivas “leyendas negras”, según las cuales Estados Unidos solo es para los latinoamericanos la encarnación del “imperialismo” siempre al acecho, y para los estadounidenses América Latina es un conjunto de pueblos condenados al atraso por ser “católicos”, mestizos y “tropicales”.

Con la caída del “socialismo real” y la crisis de los relatos ideológicos pareció haber llegado el momento propicio para afrontar esa tarea. Poco pudieron hacer al respecto la “Iniciativa para las Américas”, lanzada por George Bush (padre) en 1990, y la propuesta del “Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) de la Administración Clinton (1994), lo mismo que el “Consenso de Washington” para un nuevo orden neo-liberal de las economías del continente. Estos programas solo sirvieron para despertar las sospechas críticas latinoamericanas, mientras se sucedían crisis financieras y crecían las inicuas desigualdades sociales. Finalmente en los últimos diez años, de grave crisis económica estadounidense y europea, han predominado las tendencias proteccionistas norteamericanas, con un “mix” de desinterés, incertidumbre y desconcierto de la política estadounidense ante las transformaciones políticas que se estaban produciendo en América Latina y una concentración prioritaria de la atención en la guerra contra el terrorismo y las cuestiones medio-orientales.

Hoy parecen existir mejores condiciones para replantear a fondo, con seriedad y respeto, las relaciones inter-americanas y afrontar los muy graves y diversos problemas que se plantean. No se trata sólo de relaciones “bilaterales” entre los Estados Unidos y los Estados desunidos de América Latina, sino con una América Latina abocada a procesos de integración económica y política. En efecto, la originalidad histórico-cultural de América Latina se caracteriza por un mestizaje fundacional, complejo y desigual indo-afro-hispano (con predominio de lo hispánico), sellado por un catolicismo barroco como sustrato cultural. En él la dimensión mistérica de la fe – dramática y festiva al mismo tiempo – prevalece sobre su dimensión moral; es una “trascendencia” que se manifiesta en la florida “religiosidad popular”, con una densa red de mediaciones entre Dios y los hombres, no sólo por la fuerte implantación institucional de la Iglesia y su sacramentalización, sino también porque pletórica de devociones a los Cristos sufrientes y a su Madre, la Santísima Virgen María – en una multitud de advocaciones -, a los santos y a los difuntos, lo que genera un “continuum” entre fe, cultura y vida. Diversamente, en el gran caldero que recoge las sucesivas migraciones que van componiendo la población norteamericana, trasplantada hacia enormes espacios abiertos y sin mestizajes fundacionales, la síntesis cultural dominante ha sido cristiano-protestante-puritana, combinada con el iluminismo anglosajón. Las oleadas de inmigrantes católicos pobres, de Irlanda sobre todo, después de Italia y luego del Imperio Austro-Húngaro en descomposición y de refugiados del este europeo por la persecución comunista, sufrieron desprecio, marginación e incluso persecución. Precisamente por esa razón sintieron la necesidad de desarrollar un fuerte sentido de pertenencia a sus propias comunidades católicas locales, que se expresa en la participación litúrgica, el apoyo económico a las mismas y la responsabilidad por sus obras educativas, hospitalarias, asistenciales, etc. Tuvieron que pasar por duros procesos de asimilación e inculturación para que les reconocieran títulos de ciudadanía, sobre todo a partir de la segunda guerra mundial y gracias al crecimiento educativo y económico de significativos sectores católicos. Aunque esas comunidades también pagaron tributo a la cultura dominante, tentadas por la herejía del americanismo.

La Iglesia de América Latina y los hispanos de Estados Unidos tienen mucho que aprender sobre ese sentido de pertenencia eclesial de los católicos norteamericanos a sus comunidades locales, sobre la elevada participación de sus bautizados en las liturgias dominicales, sobre sus niveles más altos de vocaciones sacerdotales, sobre la responsabilidad económica en el sostén de sus obras. También la Iglesia de Estados Unidos puede enriquecerse mucho con la presencia de los “hispanos”, bien conscientes y experimentados de que el camino más seguro para llegar a Cristo es el de la maternidad de la Virgen María, acogidos bajo su manto, en comunión con los santos, alegres y esperanzados en el Señor, más misericordiosos que moralistas, testigos del amor predilecto del Señor por los pobres y sencillos.

Los “hispanos” en Estados Unidos no pueden contentarse con sus propios nichos de expresión y consumo religiosos, sino que deben colaborar en la tarea de ir forjando renovadas síntesis de vida cristiana, más acabadamente conformes al Evangelio.

Se plantea por otra parte de manera dramática la cuestión de la identidad de Estados Unidos en tiempos de globalización -con una fuerte demanda de seguridad ante la amenaza del terrorismo y la difusión de violencias de todo tipo- agudizada por la crisis y sacudida por las oleadas inmigratorias, sobre todo latinoamericanas y asiáticas. Muchas veces las reacciones al problema migratorio son defensivas e instintivas, pero no tienen futuro en una nación de inmigrantes cuyos componentes “anglo” decrecen demográficamente. Y tampoco tendrán futuro si no se enfrentan seriamente las enormes desigualdades sociales que hay en el continente, razón por la que tanta gente deja su casa y su familia para buscar condiciones más dignas, arriesgando la vida en un vía crucis que atraviesa Centroamérica hasta la frontera norte de México. Lo hacen movidos por la necesidad y la desesperación, y las remesas cuantiosas, fruto del trabajo duro y sacrificado, que los inmigrantes reenvían desde Estados Unidos a sus países de origen, expresan con claridad su apego al terruño y a la familia. Sin embargo, las dificultades que encuentra la implementación de una verdadera “reforma migratoria” y las oleadas de deportaciones masivas de los últimos años, incluso separando a las familias, son expresión de profundos temores y resistencias en el cuerpo social, que a veces llega a desembocar en actitudes xenófobas. Se crean entonces  gravísimas situaciones como la dramática “emergencia humanitaria” de decenas de menores centroamericanos que migran solos a los Estados Unidos.

Tanto el documento final de Aparecida como la “Evangelii Gaudium” piden una conversión pastoral de las estructuras, comunidades eclesiales y planes pastorales, para que no se fosilicen por inercia y pierdan dinamismo evangelizador. “Salir” es el verbo más usado por el Papa Francisco: salir de nuestra autosuficiencia, salir de nuestra autorreferencialidad y ensimismamiento eclesiásticos, salir de nuestras capillitas complacientes. Salir al encuentro de las periferias sociales y existenciales donde lo que está en juego es la vida y el destino de personas, familias y pueblos. Es la mejor respuesta que podemos dar al llamado el Papa. El cardenal Bergoglio quedó muy impresionado cuando el Papa Benedicto dijo, en la homilía de la Misa de inauguración de la V Conferencia General de Aparecida, que el cristianismo crecía, no por proselitismo, sino por atracción. La misión nace – dijo el Papa Francisco al episcopado brasileño – de la fascinación por Dios y del estupor que produce un encuentro. ¿Qué es la misión – a la que el Papa Francisco nos impulsa con vehemencia – sino la respuesta a una atracción, a la atracción por una belleza -¡esplendor de la verdad! – que despierta los corazones dormidos, que rompe la capa de la indiferencia, que hace caer prejuicios y resistencias, que pone en marcha los deseos más profundos del corazón de la persona, que suscita presentimientos llenos de curiosidad y preguntas llenas de expectativa?

*Secretario encargado de la Vicepresidencia de la Pontificia comisión para América Latina

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