El diagnóstico que hacía Methol Ferré, a la luz de Del Noce y Brzezinski, sobre la sociedad opulenta y el ateísmo libertino era plenamente compartido por Bergoglio quien, en 1992, fue nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires. También compartía el gran sueño de Methol: la Patria Grande latinoamericana, que significaría revalorizar la tradición popular cristiana y ocupar así con un rostro propio su lugar en el mundo globalizado de los años ’80 y ’90.
Methol Ferré y los intelectuales católicos del grupo de Gera consideraban que la Iglesia latinoamericana podía llegar a ser la catalizadora de un destino común latinoamericano – la patria grande – en un futuro globalizado, constituido por Estados-continentes. Tras el fracaso tanto del modelo de crecimiento económico del Atlántico Norte como del socialismo estilo cubano, estaban convencidos de que había llegado el momento del pueblo de Dios. En los años Ochenta la revista que dirigía Methol Ferré, “Nexo”, fue la usina de esas ideas, y Bergoglio, asiduo lector de la misma, abrevó copiosamente en ella.
Los dos momentos – la crítica del modelo tecnocrático-hedonista y la construcción de la unidad de América Latina como universo popular cristiano – están relacionados entre sí. En ambos converge Jorge Mario Bergoglio. Austen Ivereigh recuerda que: «Entre mediados y finales de la década de 1990, Bergoglio fue acercándose cada vez más a un mentor intelectual que había conocido hacía casi veinte años: Alberto Methol Ferré, un intelectual católico, laico, uruguayo, que trabajaba en la Comisión de Teología del CELAM y que había ejercido gran influencia en el documento de Puebla. Methol Ferré era, posiblemente, el intelectual latinoamericano más significativo y original de finales del siglo XX. Escritor, historiador, periodista, y teólogo autodidacta (se definía a sí mismo como un “tomista silvestre”, sin seminario ni academia – se convirtió al catolicismo tras leer los textos de G.K. Chesterton mientras trabajaba en la autoridad portuaria de Montevideo. Seguidor de Étienne Gilson y Perón, sus dos grandes pasiones eran la Iglesia y la integración latinoamericana, pasiones que se unieron durante su trabajo para el CELAM durante veinte años, entre 1972 y 1992. Bergoglio y él eran aliados naturales: ambos creían en la tradición nacional y popular del peronismo, ambos les motivaba Medellín pero se oponían al marxismo revolucionario que se había seguido de él, y ambos se sentían profundamente comprometidos con la unidad continental». (A. IVEREIGH, Tempo di misericordia. Vita di Jorge Mario Bergoglio).
Bergoglio, entonces, empieza a acercarse progresivamente a Methol Ferré, tras haber compartido los años de Puebla, cuando aquel está cerrando veinte años de colaboración con el CELAM en 1992, año de la Cuarta Conferencia general de la Iglesia latinoamericana en Santo Domingo. Methol Ferré vuelve a Montevideo, Uruguay, y retoma la actividad académica y los cursos para diplomáticos en el Instituto Artigas de Ministerio de Relaciones Exteriores. Pero sigue encontrándose con Bergoglio, nombrado cardenal en 2001. Alver Metalli cuenta que: «Durante sus frecuentes visitas a Buenos Aires cruzaba muchas veces las puertas de la calle Rivadavia 415 para subir al segundo piso. Eran visitas importantes para él y se prolongaban bastante más allá de los tiempos protocolares, muy poco respetados, por otra parte, por su mismo interlocutor. En más de una oportunidad, el que escribe fue testigo de la seriedad de esos encuentros, del valor que les atribuía y de la satisfacción con que Methol Ferré salía de la casa del cardenal» En estas visitas y encuentros nació una amistad que iba más allá del mero compartir ideas y proyectos. En 2011 Bergoglio habla de «un amigo querido recientemente fallecido, Alberto Methol Ferré». El gran intelectual había encontrado en el cardenal alguien capaz de captar la profundidad de su visión y la pasión de su sentimiento. Ambos compartían la misma interpretación del escenario del mundo post ’89, dominado por un profundo individualismo. Methol, resume Bergoglio, «decía que se trataba de un individualismo libertino, hedonista, amoral, consumista, que no tenía un horizonte ético ni moral. Se trataba, para él, del nuevo reto para la sociedad y para la Iglesia en América Latina. Ese individualismo asocial y amoral muchas veces tiñe el comportamiento de sectores o fragmentos de nuestra sociedad que no se reconocen en un marco mayor, en un todo. Por eso, al referirnos a los compromisos político-sociales actuales tenemos que hacer el esfuerzo de recuperar esa dimensión individual, personal, importantísima y destacada de manera significativa en nuestra tradición de pensamiento para ponerla a jugar con la dimensión social, colectiva, estructural de la vida comunitaria». (J. M. BERGOGLIO, Nosotros como ciudadanos, nosotros como pueblo. Hacia un bicentenario en justicia y solidaridad, 2010-2016). Ese mismo año 2011, Bergoglio repite el mismo concepto en el prólogo del libro de Guzmán Carriquiry Lecour, El bicentenario de la Independencia de los países latinoamericanos. Ayer y hoy. Allí reflexiona que «resulta acertada la cita que hace de Methol Ferré en la página 125, en la que el genial pensador rioplatense menciona el desfonde histórico de las ideologías desde las que se construyó la variada serie de hermenéuticas sobre la independencia de los países latinoamericanos: después de las notorias carencias de los tópicos liberales, abundaron interpretaciones inspiradas en los ateísmos mesiánicos y sus utopías “salvacionistas” (que habían tenido en el marxismo su vértice ideológico y en el socialismo real los primeros Estados confesionalmente ateos de la historia) y ahora en esa corriente de hedonismo nihilista en la que desembocan las crisis de los credos ideológicos. El ateísmo hedonista, junto a sus “complementos del alma” neognósticos, se ha transformado en vigencia cultural dominante, con proyección y difusión globales, convertido en atmósfera del tiempo que vivimos. Se trata del nuevo “opio del pueblo”». El cardenal considera que «En nuestro tiempo asistimos a este tipo de hermenéuticas ideológicas que, curiosamente, terminan asociadas configurando el “pensamiento único” montado sobre el divorcio entre intelligentia y ratio. La inteligencia es fundamentalmente histórica. La ratio es instrumental a la inteligencia pero, cuando se independiza, busca sustento en la ideología o en las ciencias sociales como pilares autónomos. El “pensamiento único”, además de ser social y políticamente totalitario, tiene estructura gnóstica: no es humano; reedita las variadas formas de racionalismo absolutista con las que culturalmente se expresa el hedonismo nihilista al que se refiere Methol Ferré. Campea el “teísmo spray”, un teísmo difuso, sin encarnación histórica». De esa manera, afima el autor, «van surgiendo en nuestra época las ideologías más variadas, reducidas finalmente a este gnosticismo teísta que, en términos eclesiales, podríamos definir como “un Dios sin Iglesia, una Iglesia sin Cristo, un Cristo sin pueblo”. Si usamos esta hermenéutica provocamos una verdadera des-carnación de la historia».
La contracara de ese universalismo abstracto es la patria, un concepto distinto al de país o nación. El «país es el espacio geográfico, la nación la constituye el andamiaje institucional. La patria, en cambio, es lo recibido de los padres y lo que hemos de entregar a los hijos. Un país puede ser mutilado, la nación puede transformarse (en las posguerras del siglo XX hemos visto tanto ejemplos de esto), pero la patria o mantiene su ser fundante o muere; patria dice a patrimonio, a lo recibido y que hay que entregar acrecentado pero no adulterado. Patria dice a paternidad y filiación… patria evoca aquella escena trágica y esperanzadora de Eneas con su padre a babuchas en la tarde de la destrucción de Troya. Sí, patria supone soportar lo recibido no para guardarlo en conserva sino para entregarlo íntegro en su esencia pero crecido en el camino de la historia. Patria necesariamente entraña una tensión entre la memoria del pasado, el compromiso con la realidad del presente y la utopía que proyecta hacia el futuro. Y esta tensión es concreta, no sufre intervenciones extrañas, no se extrapola en la confusión de la realidad presente con la memoria y la utopía engendrando fugas ideológicas esencialmente infecundas». En el prefacio de 2013 del libro de Carriquiry Lecour, Bergoglio expresa la intuición de que la “patria” es un punto de resistencia contra la ideología, un lugar del habitar contra el desarraigo de una geografía sin historia. La patria implica, en efecto, un “habitar”. Un pueblo está vinculado a un paisaje que no es solo “turístico”, sino sobre todo histórico, existencial.
«Quizá podríamos releer esta dimensión en el medio de la gran ciudad pensando en el barrio como lugar de arraigo y cotidianeidad. Si bien el crecimiento de la urbe y el ritmo de vida hacen perder en gran medida la fuerza de gravedad que el barrio tenía antaño, no dejan de tener vigencia muchos de sus elementos, aun en el remolino de la fragmentación. Porque el barrio (o la tierra), como espacio común, implica una variedad de colores, sabores, imágenes, recuerdos y sonidos que hacen al entramado de lo cotidiano; de aquello que, justamente por pequeño y casi invisible, es imprescindible. Los personajes del barrio, los colores del club de fútbol, la plaza con sus transformaciones y con las historias de juego, de amor y de compañerismo que en ella tuvieron lugar, las esquinas y los lugares de encuentro, el recuerdo de los abuelos, los sonidos de la calle, la música y la textura de la luz en esa cuadra, en ese rincón, todo eso hace fuertemente al sentimiento de identidad. Identidad personal y compartida o, mejor dicho, personal en tanto compartida. ¿Será que la funcionalización de todos los espacios en la lógica del crecimiento salvaje y mercantilista condenará a muerte a la dimensión de arraigo? ¿Será que en poco tiempo transitaremos sólo por espacios virtuales o virtualizados, a través de pantallas y autopistas? ¿O será más bien que encontraremos nuevas formas de plantar símbolos en nuestro entorno, de significar el espacio, de habitar?» (Cardenal Jorge Bergoglio, Mensaje a las Comunidades Educativas, 2006)
El arraigo del habitar es esencial. «No hay lazo social sin esta primera dimensión cotidiana, casi microscópica: el estar juntos en la vecindad, cruzándonos en distintos momentos del día, preocupándonos por lo que a todos nos afecta, socorriéndonos mutuamente en las pequeñas cosas de todos los días». La proximidad es la condición del ser-en-relación. Por eso ser un pueblo es habitar juntos el espacio. Es una dimensión que Bergoglio, en línea con el pensamiento antinómico, no cierra, polémicamente, hacia el exterior. Hay un localismo malo, así como hay una mala globalización. Conforme a la dialéctica polar entre universalidad y localización, la noción de patria no tiene ninguna connotación nacionalista, excluyente. La patria, en el mundo globalizado, debe abrirse a un horizonte más amplio, y la Argentina debe mirar hacia la Patria grande latinoamericana. Es el mismo ideal de Methol Ferré. Y es lo que afirma Bergoglio en el prefacio de otra obra de Carriquiry Lecour, Una apuesta por América Latina, de 2005. Después de destacar el «derrumbe del imperio totalitario del “socialismo real”», Bergoglio observa que «Poco tiempo después el resurgido recetario neoliberal del capitalismo vencedor, alimentado por la utopía del mercado autorregulador, demostraba también todas sus contradicciones y limitaciones». Para hacer frente al proceso de homologación de un capitalismo arrogante y carente de límites «se trata de recorrer las vías de la integración hacia la configuración de la Unión Sudamericana y la Patria Grande Latinoamericana. Solos, separados, contamos muy poco y no iremos a ninguna parte. Sería un callejón sin salida que nos condenaría como segmentos marginales, empobrecidos y de-pendientes de los grandes poderes mundiales. “Es grave responsabilidad —afirmaba el Papa Juan Pablo II en el discurso de inauguración de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Santo Domingo (12-X-1992)— favorecer el ya iniciado proceso de integración de unos pueblos a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia.” Sobre esta vía maestra, y además por ser “extremo Occidente”, por católica, por región emergente y por constituir como una “clase media” entre las naciones en el orden mundial, América Latina puede y debe confrontarse, desde sus propios intereses e ideales, con las exigencias y retos de la globalización y los nuevos escenarios de la dramática convivencia mundial». Es una perspectiva que el Papa Francisco confirma posteriormente, en 2016, en la Carta por el Bicentenario de la Independencia argentina. «Celebramos doscientos años de camino de una Patria que, en sus deseos y ansias de hermandad, se proyecta más allá de los límites del país: hacia la Patria Grande, la que soñaron San Martin y Bolívar. Esta realidad nos une en una familia de horizontes amplios y lealtad de hermanos. Por esa Patria Grande también rezamos hoy en nuestra celebración: que el Señor la cuide, la haga fuerte, más hermana y la defienda de todo tipo de colonizaciones».
Tanto en 2005 como en 2016, Bergoglio no planteaba la salida o la oposición frontal contra el mundo globalizado – perspectiva carente de realismo – sino que invitaba a repensar la forma de la globalización. «Llama la atención constatar – escribe en 2005 – cómo la solidez de la cultura de los pueblos americanos está amenazada y debilitada fundamentalmente por dos corrientes del pensamiento débil. Una, que podríamos llamar la concepción imperial de la globalización: se la concibe como una esfera perfecta, pulida. Todos los pueblos se fusionan en una uniformidad que anula la tensión entre las particularidades. Benson previó esto en su famosa novela El Señor del mundo. Esta globalización constituye el totalitarismo más peligroso de la postmodernidad. La verdadera globalización hay que concebirla no como una esfera sino como un poliedro: las facetas (la idiosincrasia de los pueblos) conservan su identidad y particularidad, pero se unen tensionadas armoniosamente buscando el bien común. La otra corriente amenazante es la que, en jerga cotidiana, podríamos llamar el “progresismo adolescente”: una suerte de entusiasmo por el progreso que se agota en las mediaciones, abortando la posibilidad de un progreso sensato y fundante relacionado con las raíces de los pueblos. Este “progresismo adolescente” configura el colonialismo cultural de los imperios y tiene relación con una concepción de la laicidad del Estado que más bien es laicismo militante. Estas dos posturas constituyen insidias antipopulares, antinacionales, antilatinoamericanas».
El pensamiento de Bergoglio, tal como se expresa en el prefacio de los dos libros del discípulo ideal de Methol Ferré, Guzmán Carriquiry, coincidía textualmente con el pensador uruguayo. La crítica del ateísmo libertino, en el post ’89, y el sueño de la Patria grande latinoamericana confluyen, en la concepción de Methol, en un único planteo. Son las dos caras, crítica y propositiva, de una visión que considera que América Latina y catolicismo popular están unidos, no por el pasado, sino en la perspectiva del futuro. Es la unión entre Barroco y Modernidad que auspiciaba el dialéctico Methol Ferré.
[de: MASSIMO BORGHESI, Jorge Mario Bergoglio. Una biografia intellettuale. Dialettica e mistica, Jaca Book, Milano 2017, pp. 193 – 199]