En cuatro importantes ciudades de Colombia, dentro de tres días entre el 6 y el 10 de septiembre, el Papa Francisco dirá a los colombianos, católicos y no católicos, algo que es fundamental para su futuro y que se puede resumir en una especie de axioma pastoral que ya ha explicado en varias oportunidades: la verdadera esperanza señala una sola vía posible y eficaz, la paz en la reconciliación, para curar todas las heridas y sanar los corazones. Las víctimas, más de 500.000, de los conflictos de los últimos 70 años deben ser el ícono y la advertencia del que – con Francisco a la cabeza – en toda Colombia será el grito más profundo, ansiado y esperado: ¡Nunca más!
La cercanía del Papa Francisco con Colombia y con su pueblo sufriente tiene raíces antiguas y probablemente ni siquiera él imaginó que, con el paso del tiempo, aquella “debilidad” por los colombianos podría ayudar al país como una verdadera ancla de salvación. Cuántas veces Jorge Mario Bergoglio, la última hace seis años, caminando por las calles de Bogotá habrá mirado el rostro sufrido de anónimos ciudadanos que pasaban a su lado. A cuántos de ellos el rostro del sacerdote con grandes anteojos no les habrá dicho nada. Sin embargo en el carisma de este sacerdote había una fuerza de pacificación inimaginable que Colombia estaba esperando desde hace décadas.
La fase final, decisiva, para alcanzar la paz en Colombia coincidió – “una verdadera gracia”, dijo el Presidente Santos – con el pontificado de un latinoamericano llamado Jorge Mario Bergoglio. Un misterio imponderable de la historia.
Decir – como se está diciendo – que Francisco fue un “garante” del proceso de paz entre el gobierno de Manuel Santos y las Farc, no es correcto. No corresponde a los hechos. El Papa nunca participó en esas negociaciones como actor. Nunca se presentó una solicitud en este sentido a la Santa Sede. En el Vaticano se entregaron muchas cartas, de las Farc y también de otras personalidades e instituciones, donde se pedía a Francisco que apoyara las negociaciones que se estaban realizando en La Habana, pero nunca nadie le pidió que desempeñara un rol institucional en las tratativas. Decir lo contrario, no es exacto. Además, afirmar que el Papa fue un “garante” significa involucrarlo de alguna manera en un proceso político en el cual el único actor fue y sigue siendo el pueblo colombiano. Francisco puede, tal como hizo, implorar y predicar la paz, pero no puede ser el garante de la misma. No tiene medios para hacerlo y sobre todo esa no es su misión ni su ministerio. Los únicos verdaderos garantes de esta paz y de esta reconciliación, que todavía hay que empezar a construir, son los los colombianos y sus clases dirigentes.
El rol y la figura del Papa en Colombia tiene poco en común con el proceso de negociación entre Cuba y Estados Unidos. En el caso de la búsqueda de acuerdos para una pacificación consensuada entre el Gobierno de Santos y las Farc, el Papa Francisco actuó de motu propio, sin haber recibido pedidos específicos, intermediarios o sugeridores. Su pensamiento y su trabajo, discretos y durante mucho tiempo reservadísimos, sobre todo entre marzo y noviembre de 2013, para favorecer, alentar y hacer más eficaces las negociaciones que se desarrollaban en La Habana, fueron materia exclusiva entre él y sus más estrechos colaboradores de la Secretaría de Estado y del aparato diplomático. En esta fase, y así siguió siendo hasta el final, el Papa Francisco obviamento pudo contar con la obra eficaz y tempestiva, clarividente y generosa, del Episcopado colombiano y del Nuncio, monseñor Balestrero, las únicas correas de transmisión que hubo. Es más, en muchos momentos ellos fueron las valiosas manos del artesano. El proceso colombiano, y su relación con Francisco, en diversos momentos demuestra la veracidad de la afirmación que recuerda que, en la media en que lo deseen, todos y cada uno pueden ser “artesanos de la paz”, “una cantera abierta a todos” y no solo a expertos o estrategas.
Los que intuyeron lo que estaba ocurriendo en el contexto de las negociaciones entre Santos y las Farc trataron de ofrecer su aporte desde fuera, siempre bien recibido y respetado, pero irrelevante. Cuando se lo pidieron, el gobierno de Cuba, sede de la etapa final de las negociaciones que comenzaron hace años en Noruega, comunicó sus impresiones sobre los progresos de las tratativas, las dificultades del momento y el complejo dinamismo del proceso. La Habana siempre observó un comportamiento respetuoso de las dos partes, y si no se lo pedían, se abstuvo siempre de hacer comentarios. Obviamente Cuba y los países “garantes” querían ayudar y no sumar medallas. El trabajo en favor de una paz verdadera, justa y duradera en Colombia tenía una exigencia fundamental: que la presencia del Pontífice y de la diplomacia vaticana fuera siempre la expresión tangible de una “discreta, amorosa y seria amistad, sin pretensiones protagónicas o mediáticas”. Esa discreción y ese método llevaron al Papa a rechazar el pedido del gobierno colombiano y de las Farc, cuando concluyó la negociación, para que nombrara dos de los 20 jueces que debían constituir la Corte especial que se ocupará de juzgar a los autores de los crímenes más graves perpetrados por las partes durante el conflicto.
Es ya bien sabido que desde el principio del pontificado Francisco ofreció su apoyo, claro y constante, a las negociaciones de paz, sobre todo en los momentos más delicados. Las referencias a “los esfuerzos del pueblo colombiano para superar los conflictos del pasado y lograr la tan ansiada paz” son una constante en casi la totalidad de los discursos al Cuerpo Diplomático así como en los Mensajes Urbi et Orbi.
Un apoyo que también ofreció, en reiteradas oportunidades, al presidente Manuel Santos. En diferentes y discretos modos, la diplomacia vaticana también apoyó estas negociaciones. Hace tiempo el Santo Padre se despidió del presidente Santos diciendo: “Si firman la paz, iré a Colombia”. Cuando le informaron que se había firmado el primer acuerdo global preliminar el 23 de junio de 2016, el Papa exclamó: “¡Me hace muy feliz!”. “En este momento – había dicho en septiembre de 2015 en Cuba – me siento en el deber de dirigir mi pensamiento a la querida tierra de Colombia, consciente de la importancia crucial del momento presente, en el que, con esfuerzo renovado y movidos por la esperanza, sus hijos están buscando construir una sociedad en paz. Que la sangre vertida por miles de inocentes durante tantas décadas de conflicto armado, unida a aquella del Señor Jesucristo en la Cruz – agregó -, sostenga todos los esfuerzos que se están haciendo, incluso en esta bella Isla, para una definitiva reconciliación”.