Después que fue elegido el Papa Bergoglio me puse en contacto con él por primera vez en 2014 con una carta donde lo felicitaba y le agradecía. Me respondió inmediatamente. Primero a través de la nunciatura apostólica de Buenos Aires y la segunda vez personalmente, con una carta que me entregó un hermano sacerdote a su regreso de Roma, donde expresaba su ardiente deseo de que siguiera confesando, que fuera misericordioso, que nunca me cansara de serlo.
De las cartas que me escribió el Papa, hay una que fue un gran consuelo para mí. Tiene fecha del 24 de mayo de 2015, lo que significa que recién había empezado el tercer año de su pontificado. La escribió de su puño y letra, con su caligrafía pequeña y angulosa. No creo ser indiscreto si la cito. Hay una expresión que deja muy claro cuál es su “medida” de la misericordia y lo que piensa de la confesión.
«Querido hermano, gracias por tu carta del pasado 1º (de mayo) que me trajo el padre Gustavo. Gracias por seguir perdonando a baldazos de misericordia. Es necesario que la gente encuentre en la Iglesia el verdadero mensaje de Jesús y no las rigideces que inventamos los hombres. Gracias por los sesenta y nueve años de vida consagrada y los sesenta y tres de sacerdote: que el Señor te lo recompense abundantemente. Yo, por favor, te pido que reces y hagas rezar por mí. Que Jesús te bendiga y la Virgen Santa te cuide».
En el sobre también había una oración a san José, un santo del que Bergoglio siempre fue devoto. La había puesto el Papa para acompañar las líneas que acabo de citar. Entre todas las oraciones que la devoción dirige al padre de Jesús, Bergoglio había elegido una donde le pide que haga posible las cosas imposibles y que extienda su protección a situaciones graves y difíciles. Situaciones que los sacerdotes escuchamos con frecuencia en boca de los que vienen a confesarse.
La oración a san José estaba precedida por un breve fragmento de una meditación de Teresa de Jesús donde la santa de Ávila expresa toda su confianza en el amor paternal de san José que nunca nos abandona. Con una hermosa frase dice que no recuerda «haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer».
Esa recomendación del Papa de que «perdone a baldazos» me hizo mucho bien, porque es lo que trato de hacer en todo momento. No mezquinar el perdón de Dios, no administrarlo con estrechez, sino ofrecerlo a todos como un bálsamo para las heridas de la vida y del alma.
Un gran confesor como san Leopoldo Mandic’ – que en realidad era muy pequeño de estatura porque medía un metro y treinta y ocho, y tenía una constitución muy frágil, pero era un gigante del perdón – dijo que en toda su vida de confesor solo había negado la absolución tres o cuatro veces. Y sabemos que estaba arrepentido de haberlo hecho. Estando ya muy enfermo por un tumor en la próstata, un sacerdote fue a verlo y le preguntó si algo lo había disgustado en su vida, y él respondió: «Sí… lamentablemente sí. Cuando era joven, en los primeros años de sacerdocio, he negado tres o cuatro veces la absolución». Pocos días antes de morir volvió a decir: «Hace más de cincuenta años que confieso y no me remuerde la conciencia por todas las veces que di la absolución, pero lamento las tres o cuatro veces que no pude darla. Tal vez no hice todo lo posible para despertar en el penitente la disposición necesaria».
Un biógrafo de Mandic relata una de esas oportunidades, que se pueden contar con los dedos de una mano, en las que el fraile capuchino negó la absolución. Cuentan que se levantó y señaló la puerta de salida de la iglesia con el dedo extendido, gritando: “¡No se juega con Dios. Váyase y morirá con su pecado!» El mismo hombre al que despidió de aquel modo confesó después que se sintió tan herido que cayó de rodillas y pidió perdón, arrepintiéndose de sus pecados y prometiendo enmendarlos. Es terrible para un confesor no poder absolver al que no está dispuesto a cumplir el requisito mínimo: arrepentirse, o por lo menos querer arrepentirse.
Si alguien llega hasta el confesonario, ¿por qué viene? Viene porque cree que está haciendo cosas que no están bien. Siente que una determinada acción, la palabra que pronunció en un determinado momento, lo que dijo a tal persona, no es digno de un hijo de Dios. Si se da cuenta de eso, aunque sea tímidamente, solo con un chispazo de conciencia, ya significa que quisiera cambiar de camino. Entonces yo, confesor, como mensajero de la misericordia, debo ayudarlo a encontrar esa misericordia, a encontrar ese perdón, aunque él no tenga demasiado claro lo que está pidiendo.
Disponible también en Chile, Paraguay, Perú y Uruguay
Traducción del italiano de Inés Giménez Pecci
Edición italiana: “NON AVER PAURA DI PERDONARE», Rai-Eri, ottobre 2016