Cuando el cardenal Jaime Ortega, arzobispo emérito de La Habana, haya presentado el 10 de mayo de 2017 en Madrid su libro Encuentro, diálogo y acuerdo. El papa Francisco, Cuba y Estados Unidos, quizás satisfaga la curiosidad de algunos, incluso ciertos detalles revelados ahora ayudarán a entender mejor la evolución del proceso que puso fin al último ejercicio de guerra fría en el hemisferio occidental, aunque pervivan todavía sus secuelas. Pero, para la Iglesia, lo que en realidad subyace detrás del escenario mediático o político es la esencia de aquella sentencia que ha acompañado, a través de los siglos, su misión evangelizadora: estar y ser en este mundo, aunque aquí no alcance la plenitud y este mundo pretenda, en ocasiones, ignorarla.
Después de veinte siglos no deberíamos percibirlo como un modo extraordinario de ser cristianos. La misma insistencia del papa Francisco de una Iglesia en salida me resulta más bien una sacudida a cierta porción del cuerpo adormecido de una Iglesia que tiene tras de sí una historia riquísima de salidas y encuentros, de compromisos y sacrificios, desde el Evangelio, con las distintas realidades de este mundo. Al rezar al Padre por los suyos, Jesús no le pide que los saque del mundo, tan solo que los libre del mal (Jn 17,15). Este es el mundo que Dios ama, donde se encarnó y reveló su Verdad, de modo que es aquí donde debemos dar testimonio.
Un buen ejemplo, en el caso Cuba-Estados Unidos, son los numerosos llamados a la reconciliación entre las partes que la Iglesia hizo durante décadas, unas veces en voz alta, y otras de modo privado. Por separado y de conjunto, las conferencias episcopales de ambos países, en sintonía con la Santa Sede, animaron sin descanso al encuentro y la paz, no solo por considerarlo un deber de los políticos como responsables y servidores públicos, sino porque era y sigue siendo su deber procurar el bien de millones de seres humanos que han padecido en cuerpo y alma los resultados de la confrontación, el odio e incluso la separación familiar. Historias estas que, no pocas veces, hallan acogida en la Iglesia.
Incluso algo de esto parece comprender el mundo político, al menos ocasionalmente. Como ha adelantado ya el cardenal Ortega, funcionarios de ambos países, de un modo u otro, buscaron en un momento determinado la participación de la Santa Sede, concretamente del papa Francisco, como mediador y/o facilitador del acercamiento. También habían pedido la ayuda de la Iglesia los familiares de tres cubanos que permanecían detenidos en Estados Unidos (de los cinco que habían sido sancionados en aquel país acusados de espionaje); los familiares de un ciudadano de Estados Unidos sancionado en Cuba acusado de atentar “contra la integridad e independencia del Estado” cubano al introducir sin autorización tecnología de comunicación; y los familiares de un militar cubano que cumplía una larga condena en Cuba acusado de trabajar para los servicios de inteligencia de Estados Unidos. Todos estos casos, parte y reflejo de la larga confrontación, se integraron al proceso de diálogo, pero la Iglesia solo podía comunicar a las autoridades correspondientes su interés estrictamente humanitario por estas personas y sus familiares. El mismo 17 de diciembre de 2014, poco antes de que los presidentes de ambos países anunciaran públicamente el proceso para iniciar relaciones diplomáticas, los tres cubanos regresaron a la Isla, y Estados Unidos recibió a su ciudadano y al innombrado espía cubano que trabajó para aquel país.
Mucho se ha especulado sobre las oportunidades perdidas en el pasado para resolver el largo conflicto, pero lo cierto es que solo ahora se evidenció, de ambas partes, la voluntad política necesaria para conducir el proceso hasta el restablecimiento de relaciones. Creo que la Providencia actuó al permitir la coincidencia, en el tiempo y en el lugar apropiado, de las personas apropiadas. Sin la voluntad expresa de Raúl Castro y Barack Obama no hubiera sido posible el anuncio del 17 de diciembre de 2014. Ambos, por otro lado, han manifestado su respeto y aprecio por el papa Francisco quien, junto con algunos colaboradores como el cardenal Ortega, tuvo una intervención clave en un momento del proceso.
Pero si justo es reconocer la participación del Papa y de la Iglesia, es igualmente justo reconocer que ambos gobiernos, de modo directo y discretísimo, habían comenzado un proceso exploratorio para el posible restablecimiento de relaciones, sin mediadores, desde el verano de 2013, algo que, al parecer, ni la propia Iglesia conocía. El presidente Obama había indicado en alguna ocasión su deseo de mover la política hacia Cuba en otra dirección, y es evidente que el presidente Raúl Castro recogió el mensaje. El gobierno cubano no condicionó las relaciones al levantamiento del embargo o bloqueo, ni a la devolución del territorio que ocupa la Base Naval de Estados Unidos en Guantánamo desde hace más de cien años, por un acuerdo de tipo neocolonial sin fecha de término. Tampoco el gobierno de Obama puso como condición que Cuba reconociera el pluralismo político, por ejemplo. Eso no era lo indicado. Sin embargo, con el restablecimiento de relaciones, el fin del embargo y la devolución de la base están un paso más cerca. Y a medida que se diluye el enemigo histórico del gobierno cubano, más difícil será acusar de “mercenario de Estados Unidos” a cuanto cubano que disienta de las fallas políticas internas.
Al día de hoy, con un nuevo presidente en Estados Unidos, y ante la lentitud del proceso de reformas que se inició en Cuba años antes del restablecimiento de relaciones, no faltan algunas voces que piden al presidente Trump revertir los pasos dados por Obama para ver el fin del gobierno cubano. En Cuba no se escuchan voces pidiendo a Raúl Castro un rompimiento de relaciones, las cosas funcionan de otra manera. Pero se sabe que no son pocos los burócratas que desearían volver al pasado de confrontación, tensión y guerra fría, escenario en el que medran a plenitud y donde se sienten poderosos. Si desaparece el enemigo, de cualquier tipo que sea y en cualquier época y lugar, quienes viven de la confrontación sufren. ¿A quién culpar de las incapacidades propias?
Voceros de la nueva administración de Estados Unidos han dicho que la política hacia Cuba será revisada completamente. Queda esperar entonces, para ver cuál será la actitud que tome el presidente Donald Trump hacia Cuba, y qué pasos da Cuba en reciprocidad.
Lo mejor sería que el proceso continuara hacia la normalización plena de las relaciones. Toda práctica política que divide y aísla a los pueblos es inmoral porque atenta contra esos mismos pueblos a los cuales los políticos deben servir. Intentar resucitar a los “fríos guerreros” y sus historias épicas, además de sacarlos de contexto, es desconocer el presente y pretender poner frenos al futuro; un ejercicio de desgaste, pérdida de tiempo y derroche de recursos humanos y materiales.
El aislamiento cubano ha estado marcado, como bien dijera san Juan Pablo II al final de su visita a la Isla el 25 de enero de 1998, por medidas externas e internas. Las primeras comienzan a ser removidas, y eso propicia el escenario para continuar la remoción de las segundas, hasta la desaparición total de cuanta medida limite el progreso y las relaciones humanas. Todo ello será bueno para Cuba y para Estados Unidos, obligados a compartir un espacio geográfico común, con intereses y desafíos también comunes. Es esto lo que ha pedido la Iglesia insistentemente. Y está dispuesta a continuar pidiéndolo, pero es de desear que, al menos en este caso, no sea ya necesario.
*Fundador y ex director de la revista Palabra Nueva (1992-2016) de la arquidiócesis de La Habana; estrecho colaborador del cardenal Jaime Ortega