Fue el primer presidente latinoamericano que recibió en audiencia el Papa argentino, su vecino de enfrente. Desde Montevideo, donde vive con su esposa senadora, lleva poco menos de tres horas de catamarán cruzar el Río de la Plata y llegar a Puerto Madero, y desde allí se puede ir caminando hasta el domicilio de Bergoglio, frente a la Plaza de Mayo. Cuando Mujica era presidente, entre marzo de 2010 y el mismo mes de 2015, nunca recorrió ese trayecto. Prefirió esperar y voló 12.000 kilómetros para llegar a Roma, llevando de regalo el libro de un amigo en común con el Papa argentino que iba a visitar, el historiador y filósofo uruguayo Alberto Methol Ferré, fallecido en noviembre de 2009. “Nos abrió la mente”, comentó Mujica cuando se lo entregaba. “Nos ayudó a pensar”, le contestó Bergoglio con una sonrisa de entendimiento. Una hora de conversación y un breve comentario al salir retrataron el encuentro entre los dos rioplatenses, el Papa y el Presidente: fue como hablar “con un amigo del barrio” le dijo Mujica a un periodista; “un hombre sabio” hizo saber el Papa a través de su vocero. El ex presidente de Uruguay de ochenta y un años, con un pasado guerrillero, nunca más perdió de vista al Papa argentino. Hasta el día de hoy.
Delante del micrófono admite que no recuerda qué estaba haciendo o dónde se encontraba aquel 13 de marzo, hace cuatro años. “Uno de mis muchos defectos es no recordar las etapas que he atravesado”, se excusa. “Sobre todo ahora que ya no tengo mucho tiempo por delante y trato de concentrarme en las claves de los tiempos que vendrán”. Pero asegura que sí tiene muy claro “la sorpresa gigantesca que nos llevamos”. El plural mayestático refleja una manera de ser reservada y propia del hombre de campo. “Nos parecía difícil que la iglesia tuviera tanta audacia renovadora como para elegir a un latinoamericano, y sobre todo un personaje tan singular y un poco contestatario de la filosofía concreta que habían aplicado los últimos papas. Era un viraje, un cambio global de toda la orientación de la iglesia hasta ese momento. Lo que habla de la sabiduría y de los misteriosos recursos de esa realidad tan vieja que es la iglesia católica, apostólica y romana. Supo dar un viraje muy fuerte en la lucha por su credibilidad en un momento de fenomenal crisis en el mundo. Cuando su peso histórico y social estaba siendo jaqueado desde muchos ángulos, la iglesia – con el nuevo papa – se dio cuenta de que su suerte se empezaba a jugar en el mundo pobre y la causa de los pobres, y trató de retomar lo más hondo del viejo mensaje cristiano”.
¿Por qué viejo?
Viejo no en el sentido peyorativo, sino más bien en el sentido de la eternidad, por lo menos de eternidad humana. Yo me considero un admirador político de la Iglesia católica, apostólica y romana.
¿“Admirador político”?
Sí, admiro el trabajo de la iglesia católica, la obra civilizadora gigantesca que realizó en términos humanos a pesar de sus defectos. La lengua y la presencia de la iglesia católica en América Latina son las dos columnas vertebrales de la formación de nuestro modo de ser. No reconocerlo es señal de superficialidad. Los pueblos latinoamericanos, sobre todo los pobres, son masivamente creyentes, y a lo largo de toda nuestra historia la iglesia tuvo una enorme participación en la construcción de nuestras nacionalidades. La iglesia está profundamente entrelazada con nuestras raíces. Lengua e iglesia son las dos cosas que más nos unen. Que yo tenga mis dudas como creyente, es otra historia. La cuestión de fondo es cómo es la gente de mi pueblo, de mi sociedad, quiénes somos los latinoamericanos, y eso lo debo entender y respetar. Por eso cuando a la iglesia le disputan su espacio, la legitimidad de su presencia, no puedo ser neutral, me siento amigo, como institución y como historia. Yo sé que a la Iglesia se le pueden reprochar muchas cosas, pero es mucho más lo que debemos reconocerle. Porque en definitiva, lo que habría para cobrarle son los defectos de los hombres, no de la iglesia, no de la institución.
¿Y a usted de dónde le viene esta sabiduría, esa tradición? ¿De sus padres, su historia, las experiencias que tuvo…? Porque no es común escuchar hablar así a un político de izquierda que fue presidente del país más laico de América Latina.
Siempre fui un aficionado a la historia de nuestra Latinoamérica, y mirara donde mirase, me encontré con la iglesia por todos lados. Desde la época de la revolución y del nacimiento y afirmación de las ideas republicanas. En todas las gestas emancipadoras americanas siempre hubo la pluma de un sacerdote detrás del pensamiento de los libertadores. Porque los sacerdotes eran un caudal de formación universitaria, del pensamiento de su época; eran los que conocían la filosofía antigua y el pensamiento moderno, el humanista y el científico, y lo retransmitían. Es muy difícil concebir a nuestro Artigas sin algunos curas que tenía al lado.
En las épocas más duras, más primitivas, la iglesia tuvo un rol de santuario, de conservación de la sabiduría primitiva de la civilización greco-romana que se conservó en los monasterios, y de alguna manera en un mundo duro y de barbarie y de guerra, como fue el feudalismo, mantuvo encendida la mechita de la civilización. Después vinieron otros tiempos, pero la historia de la iglesia, a lo largo de los siglos, fue como un protector para recoger y conservar parte de esa vieja sabiduría que había acumulado el dolor la humanidad. La transmitió, con mayor o menor conciencia, como una espora del futuro.
¿No hubo ningún sacerdote que influyera en usted?
Probablemente sí. Tuve muchos amigos entre los frailes conventuales franciscanos, algunos de ellos vivían en Italia hasta hace poco. En definitiva, estoy convencido de que lo más fundamental del hombre es la fe. Vivimos en tiempos de ciencia, pero si me quitas la fe, no existe la sociedad. Es un acto de fe si voy a un banco, pongo unos pesos y me dan un papelito, porque yo creo que me los van a devolver cuando se los pida. Tengo mercadería, la vendo porque me la van a pagar; es un acto de fe, ¿yo cómo sé si me lo pagan? Toda la sociedad está construida sobre la fe. El día que derrumbemos la fe estamos terminados.
La pregunta sigue planteada. ¿Esta actitud suya, crítica y valorizadora de lo que es la iglesia en la historia de la humanidad, de lo que es la fe para la vida de los latinoamericanos, del pontificado de Francisco, tiene su origen en los estudios que hizo, en el conocimiento que maduró a través de los años o hay algo más en su experiencia personal?
Ambas cosas. Desde el punto de vista histórico, cuanto más atrás miro en la historia de los grupos humanos siempre me encuentro con gente que cree en algo que va más allá de su propia vida. Que es sobrenatural. Considero que el hombre es el animal más utópico que existe. Porque necesita creer en algo, en algo no tangible, no cuestionable, en algo que está más allá de él mismo. Creer es una característica antropológica del hombre. La evolución de las religiones es el desarrollo adulto de esa necesidad.
Ayuda a bien morir, dijo una vez…
Estuve internado en la sala de hospital y vi morir gente. Y muchas veces pensé que si la religión cumple con la función de ayudar a bien morir, ¡bendita sea la religión! En el dilema de la vida y muerte necesitamos creer en algo más allá, que no se corrompe. ¡Cuidémosla, prestémosle atención a la religión! Yo, con mis límites, no la puedo cuestionar. Por eso la respeto. La religión es un servicio humano, una necesidad humana. Respeto la actitud religiosa del hombre en general, es cierto, pero yo soy de Occidente, nací en América Latina. La imagen que aquí sembraron de Dios tiene un rostro cristiano, apostólico, romano. Y eso ha penetrado profundamente en millones y millones de latinoamericanos. ¡Quién soy yo con mis dudas delante del universo para cuestionar el valor que éste tiene! Tengo que respetarlo. Por eso le decía que soy un admirador político del rol de la iglesia católica. ¡Claro, me pueden tirar a la cara los defectos de este o de aquel, los límites de una persona o de otra. ¡Pero de qué nos sorprendemos! Si está formada por hombres y los hombres somos eclécticos, pecadores, llenos de errores. ¿Qué culpa tiene la iglesia?
¿Se puede decir sin retórica, sin que parezca una exageración dialéctica, que estos cuatro años del Papa Bergoglio han cambiado la historia?
Yo creo que son una ventana abierta. Él es un formidable luchador social. Por la igualdad, por la misericordia, por el derecho a la compasión, por tratar de hacer entender que la fraternidad es vital entre los hombres, por darse cuenta de que triunfar en la vida no es acumular riquezas.
Es una lucha dura la suya, y sé que muchos no van a estar de acuerdo. Pero está dando pasos civilizadores y ante el tribunal de la historia tendrán mérito y reconocimiento.
Cuando éramos jóvenes luchábamos por el poder. Que en su aspecto digno es la lucha para mejorar la civilización a la que pertenecemos. No para crear un mundo perfecto, sino para ir subiendo escalones de humanidad. Yo al Papa lo veo como un luchador formidable que usa todo su peso institucional para golpear nuestra conciencia, para convocar a la sociedad, para mostrar que es posible un mundo un poco mejor. Pero también depende de nosotros. Por eso me considero amigo ideológico del Papa, y lo acompañaré en todo lo que pueda. Tengo mucha confianza en lo que hará, mucha confianza.
Cuando fue a visitarlo en mayo de 2015, poco antes del viaje que hizo el Papa Francisco a Cuba en el mes de septiembre de ese año, Raúl Castro dijo: “si sigue así, me hago católico…”. Era una broma, por supuesto. ¿Usted diría algo así?
Yo soy un acólito del Papa. Mis dudas con Dios son filosóficas. O tal vez yo creo en Dios. Tal vez, no sé… O tal vez como me estoy acercando a la muerte, lo estoy necesitando…
A Marcelo Figueroa, actual director de la edición argentina del Observatorio Romano que se acaba de inaugurar, usted le habló de lo que lo une a Bergoglio. “Creo que por caminos muy distintos ambos percibimos el drama humano y las condiciones de ese drama humano que está a la base de América Latina y también del mundo. Es inevitable una identificación con Francisco”. ¿Cuál es ese drama humano, esa tragedia que está a la base de América Latina? ¿Dónde lo ve?
Está en una cultura funcional a la ganancia que ha creado el propio sistema capitalista. Esa cultura que se ha difundido con fuerza por todas partes y nos convierte a todos en compradores desesperados. Tenemos que consumir. Consumir y comprar, siempre cosas nuevas y distintas, como si ese fuera el desiderata de la felicidad humana, y no nos damos cuenta de que cuando compramos cosas estamos pagando con el tiempo de nuestra vida; en cierto sentido, junto con el dinero que hace falta para comprar, nos gastamos también nosotros. Después nos damos cuenta de que no nos queda tiempo para los afectos, para la fraternidad, para el que está enfermo, para las cosas que no dan ganancias. Pero que dan el gusto de vivir.
La vida no debe ser una carga. La vida debe ser un mensaje de felicidad. No hay que confundir la idea de felicidad, que es un equilibrio profundo, con la idea simplista de placer. La felicidad en el fondo implica la libertad: qué hago, qué elijo, si tengo tiempo en mi vida para hacer aquellas cosas que tienen un significado. Pero si tengo que trabajar, trabajar y trabajar para pagar cuotas y cuotas y cuotas, y el auto no me sirve porque tiene que ser más nuevo y más grande, y después que tengo la casa, necesito la casa en la playa para ir a bañarme, y después me tengo que desesperar porque necesito un hombre que me ayude a cuidar lo que tengo porque si no me roban… Y cuando me quiero acordar, se me fue la vida y no me quedó tiempo… Y yo no quiero que a mi hijo le falte nada, como me faltó a mí… Sí, pero le faltás vos, no tenés tiempo para andar un par de horas con tu hijo de la mano y llevarlo a un partido de fútbol… Tiempo para las cosas más elementales de la vida. Para los afectos, los afectos humanos. Ésa es la trampa de nuestro tiempo. Y casi sin darnos cuenta nos volvemos incapaces de compadecernos del clamor de los demás; ya no lloramos ante el drama de otro o no nos interesa ayudarlo a sobrellevarlo, como si eso fuera una responsabilidad de alguien más que no tiene nada que ver con nosotros. Perdemos la calma y nos ponemos nerviosos si el mercado ofrece algo que todavía no pudimos comprar, mientras todas las vidas truncadas por la falta de posibilidades parece un mero espectáculo que no nos altera.
Mejor pobres que alienados…
No estoy haciendo una apología de la pobreza, estoy hablando de sobriedad. Vivir con lo necesario, con lo imprescindible. Pero tener tiempo para gastar en cosas que sin perjudicar a otros generan sentimientos, solidaridad, amistad. Es muy elemental lo que estoy diciendo, y creo que el mensaje cristiano, en el fondo, no puede estar muy apartado de eso.
No puede ser que este mundo sea un valle de lágrimas para ir después al paraíso. No. Ni valle de lágrimas ni paraíso. Acá está todo, y si hay un más allá, la raíz está acá. Hoy la idea de triunfar coincide con la de acumular riquezas. Sea como sea. ¡Pero si al final nos iremos desnudos de este mundo como vinimos! No le encuentro mucho sentido a esa manera de vivir, a esa obsesión por poseer. Me parece que el mensaje cristiano recoge el viejo principio griego: nada en demasía.
Primera de dos partes. La segunda aparecerá el miércoles 15 de marzo