La mañana del viernes 10 de julio de 2015 fue uno de los momentos más conmovedores del viaje. El Papa visitó la cárcel de Palmasola, una verdadera ciudad donde se encuentran recluidos más de cinco mil presos junto con sus familias, agentes de policía penitenciaria y funcionarios. Bergoglio no quiso abandonar el país sin visitar lo que se considera una de las prisiones más peligrosas de América Latina, autogestionada desde 1989, donde los familiares pueden entrar y salir, pero también entran y salen armas y droga. Aquí todo tiene un precio. Para acceder al sector más abierto hay que pagar por lo menos trescientos dólares, pero también hay que pagar incluso para poder presentarse a las audiencias del propio juicio. Un aviso en grandes letras rojas sobre fondo blanco se destaca contra los ladrillos oscuros: “Objetos prohibidos”. A continuación, hay una larguísima lista que va desde teléfonos celulares hasta bebidas alcohólicas, ilustrada con dibujos. Aquí la llaman “la publicidad”, porque en realidad el listado ofrece una síntesis incompleta de todo lo que se puede encontrar detrás del gran portón verde de la entrada.
Los periodistas que acompañan al Papa llegan temprano para someterse a los controles, que incluyen la revisión de bolsos y varios sellos en los brazos, correspondientes a los diferentes niveles de seguridad. El canto de los reclusos que esperan a Bergoglio hace erizar la piel: «¡Ayudame Señor, sácame de aquí, quiero estar contigo, libre!». Los presos del sector PS4 lo entonan en voz bien alta, como una oración, para que la escuche Francisco. Están junto con sus familias y también hay muchos niños, incluso muy pequeños.
Antes de subir al palco, el Papa saluda algunos grupos de enfermos y de internos con sus familias. Tres niños lo rodean y de tanto en tanto lo abrazan. Una de las detenidas, Ana Lía Parada, le cuenta cómo es la difícil realidad cotidiana de cientos de presas como ella, muchas de las cuales están embarazadas.
Francisco se presenta diciendo: «El que está ante ustedes es un hombre perdonado. Un hombre que fue y es salvado de sus muchos pecados». Y a los cinco mil presos de Palmasola les habla del amor de Dios: «Un amor que sana, perdona, levanta, cura. Un amor que se acerca y devuelve dignidad». La convivencia, en este lugar duro y despiadado, «depende en parte de ustedes. El sufrimiento y la privación pueden volver nuestro corazón egoísta y dar lugar a enfrentamientos, pero también tenemos la capacidad de convertirlos en ocasión de auténtica fraternidad. Ayúdense entre ustedes. No tengan miedo a ayudarse entre ustedes. [...] Luchen por salir adelante unidos». Al final, el Papa les pide que recen por él «porque yo también tengo mis errores y debo hacer penitencia».
Antes de abandonar Palmasola, Francisco se dirige en un carro de golf al sector de máxima seguridad PS3 para saludar a los detenidos más peligrosos. A lo largo del recorrido, separadas por una red metálica, las madres le gritan: «¡Queremos tu bendición!».
Elías Emanuel Apap, un joven recluso argentino, se conmueve cuando ve partir al Papa: «Nunca hubiera creído que una persona tan importante podía venir aquí» nos dice antes de volver a la catrera, la zona donde se encuentran los dormitorios para cuarenta personas cada uno, con camas cucheta y un solo baño.
En el aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra, el presidente Evo Morales se despide de Bergoglio diciendo: «Por primera vez siento que tengo un Papa». El avión papal despega con destino a Asunción, Paraguay.
De: Andrea Tornielli, In viaggio, Piemme Edizioni, con una entrevista a Su Santidad Francisco