FIDEL CASTRO Y LAS ESTRELLAS. ¿Era ateo o un “leal opositor a Dios”? Revolución y fe, Evangelio y política en los años de la guerra fría

Altar doméstico en memoria del líder desaparecido
Altar doméstico en memoria del líder desaparecido

Andrea Tornielli, en un artículo de Vatican Insider (“Las preguntas de Fidel sobre el universo y la fe”), retoma algunas frases de Fidel Castro que se pueden leer en su último artículo (Granma, 9 de octubre de 2016, “El destino incierto de la especie humana”), donde habla sobre los “principios religiosos”. Fidel afirma: “Hay muchas más cualidades en los principios religiosos que los que son únicamente políticos, a pesar de que estos se refieren a los ideales materiales y físicos de la vida. También muchas de las obras artísticas más inspiradas nacieron de manos de personas religiosas, un fenómeno de carácter universal”. Tornielli resume también el párrafo final del artículo: “Fidel habla con asombro y maravilla de la posibilidad de mirar la luz de estrellas que tardaron 12 mil millones de años, viajando a una velocidad de 300 mil kilómetros por segundo para llegar hasta nosotros. “¿Cómo puede explicarse eso?”, se pregunta, relacionando esa mirada dirigida al espacio y el misterio del universo infinito con la religión”.

La lectura completa del artículo del ex presidente cubano, que trae a la memoria muchas otras reflexiones parecidas, nos recuerda un famoso pensamiento de Abraham Lincoln: “Comprendo que se puede mirar la tierra y ser ateo, pero no comprendo cómo se puede mirar el cielo de noche y no creer en Dios”. Hubiera sido interesante conocer la opinión de F. Castro sobre este pensamiento.

Sobre la controvertida aunque fascinante figura, vida y obra de F. Castro quedará para siempre – y es bueno que sea así – un gran enigma: era o no un hombre religioso, y si lo era, en qué consistía su relación con lo sagrado; qué era para él lo sagrado y qué relación tenía, en su opinión, lo sagrado con la realidad humana y con la historia. Todo eso quedará en el santuario inviolable de la conciencia de Fidel Castro, y es un límite que todos deben respetar. Cualquier elucubración, en un sentido u otro, no tiene ningún fundamento racional y no merece ninguna atención, porque además en estos días no resulta fácil distinguir un análisis serio y documentado de la propaganda o las cruzadas de cualquier signo.

Revolución y fe, Evangelio y política. En cambio sí podemos plantearnos, porque resulta útil y necesario, muchas otras cuestiones y sobre todo la siguiente: ¿por qué F. Castro perdió la fe que tuvo hasta su avanzada juventud y por qué gradualmente se alejó del catolicismo? Las razones biográficas, culturales e ideológicas fueron explicadas por el mismo Castro, en público y en privado, y fundamentalmente se resumen en un fuerte y radical conflicto con la “forma” de la Iglesia de su época (sobre todo la Cubana, pero no solo ella). Como lo que declaró y explicó Fidel Castro sobre este tema es válido para él, y es patrimonio de su visión del país y del mundo, resulta necesario – si se pretende obtener algún beneficio ético, histórico o cultural de este asunto – ampliar la perspectiva más allá del horizonte de su experiencia única y singular. ¿Por qué?

Porque no debemos olvidar que no estamos hablando de un episodio meramente personal. Estamos hablando de generaciones de jóvenes latinoamericanos que entraron en las filas de la rebelión anti-dictatorial, en la guerrilla del “26 de julio” y después en el complejo dinamismo de la revolución cubana. Fueron miles y miles. La rebelión fue una guerra y una sublevación popular.

Algunos relevantes precursores de este proceso eran jóvenes cristianos, y dos figuras icónicas de la historia cubana lo confirman: el protestante Frank País en Santiago de Cuba, asesinado por la policía de Batista el 30 de julio de 1957, animador y guía de la protesta armada para apoyar a los rebeldes del Granma que desembarcaron en la isla el 2 de diciembre de 1956 y, en La Habana, el líder de los estudiantes universitarios José Antonio Echeverría, muerto por la dictadura el 13 de marzo de 1957 después de un intento de ataque contra el palacio presidencial.

Es interesante recordar, y se habla poco o nada de eso, que entre los años 60 y 80 del siglo pasado, el “itinerario de Fidel” respecto de la fe fue idéntico al de miles y miles de jóvenes de América Latina, muchos de ellos militantes demócrata cristianos, en la casi totalidad de las naciones latinoamericanas. Una generación de jóvenes, en América Central y en Sudamérica, entró a la guerrilla adhiriendo a esquemas ideológicos y políticos marxistas, al ateísmo declarado aunque no militante, al agnosticismo o sencillamente poniendo entre paréntesis la existencia de Dios. Para ellos Dios, por lo menos ese “Dios” que identificaban mecánicamente con la “forma” Iglesia de su propio espacio y de su propio tiempo, era un estorbo. Dicho de manera esquemática pero no menos cierta: Dios está en contra de cualquier subversión del orden existente. Es más, el orden deseado por Dios es el que existe (en aquel momento), y los que sufren la pobreza, la injusticia, la explotación, la esclavitud, la discriminación… serán recompensados en la otra vida. ¡A mí me enseñaron esto en la escuela cuando yo era niño!

Nada nuevo en la historia de América Latina. Durante los primeros años del ’800 una gran parte de los padres de las independencias nacionales, los “Libertadores”, se alejaron del catolicismo y adhirieron a la masonería. Hace más de doscientos años el problema era la presunta incompatibilidad entre fe cristiana y libertad republicana. El buen católico debía ser monárquico y mantenerse alejado de cualquier oposición a los reyes de España y Portugal. El poder del soberano, se decía y se enseñaba, proviene de Dios y por lo tanto oponerse a las monarquías reinantes era un acto contrario a Dios.

En los años 60 por lo menos dos generaciones fueron exhortadas a no abrazar los anhelos de cambio político y de justicia social porque eran caminos inciertos y peligrosos para la libertad y la democracia, mecanismo garantizado por la voluntad democrática: los electores votaban de día y los partidos escrutaban de noche para oficializar el “triunfo” del elegido antes de las elecciones. El buen católico, se decía y se enseñaba, debía respetar el orden establecido, cuya idea central era simple: votar pero no decidir.

La cultura dominante de esa época, después de la revolución cubana (1959), proponía y alentaba la “tercera posicón” entre el capitalismo y el marxismo, y en el ámbito católico una cierta lectura y hermenéutica de la Doctrina Social de la Iglesia minimizaba el Concilio Ecuménico Vaticano II, las consecuencias más nefastas de la hegemonía estadounidense en la región, la situación de extrema miseria de millones de latinoamericanos y al mismo tiempo se esgrimía  el fantasma del comunismo soviético, alejado años luz de la mentalidad de los habitantes de la región, como una realidad más desestabilizante e insoportable que la pobreza y la explotación de los pueblos latinoamericanos. Palabras como “libertad, democracia, elecciones, orden”, durante décadas – aunque desnaturalizadas y falsas – ocuparon el lugar de otras palabras como hambre, represión, explotación, injusticia, marginación…

El coraje y el precio de la fe. Para los que creían sinceramente en el bien común, en la justicia, en la fraternidad, en la función social de la propiedad privada, en la unidad fundamental del género humano, resultó cada vez más difícil conservar la fe. De las verdades del Evangelio y de Jesús mismo – en aquellas décadas – se habían apoderado precisamente los que no creían en nada de todo eso, pero que sabían usar la fe para consolidar el inmovilismo social y político y dar una apariencia cristiana a lo que era simplemente pagano. Los cristianos que perdieron la vida en el intento de ser coherentes, de mantener viva su propia fe sin renunciar al compromiso social y político con los más necesitados, fueron miles: un cardenal, numerosos obispos, cientos de sacerdotes, religiosas y catequistas, operadores de Caritas, laicos comprometidos en la pastoral social. Los hicieron desaparecer, los torturaron, encarcelaron o asesinaron, y la “imputación” era siempre la misma: comunistas, ateos, revolucionarios, subversivos.

El escritor Gabriel García Márquez, muy amigo de Fidel, contó una vez, en una visita a Roma, que le había repetido al Comandante Castro un chiste de Woody Allen: “Tú no eres ateo, eres un leal opositor”. El líder cubano, con una sonrisa, se limitó a responder, según el relato de García Márquez: “Es cierto, ¡Pero estoy en buena compañía! De todos modos, siempre es mejor eso que creer por costumbre”.

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