En una reciente entrevista a Terre d’America Guzmán Carriquiry Lecour, secretario de la Pontificia Comisión para América Latina, afirmó (refiriéndose a la Iglesia Católica sudamericana) que su misión «no consiste en ser antagonista o “capellán” de la política, apoyar, derribar o sustituir gobiernos. Debe en cambio, a partir de la originalidad de su naturaleza, conservar bien altos los mejores ideales de nuestra historia, contribuir a realizar un proyecto histórico para América Latina y ayudar para que se desarrollen los grandes movimientos populares y consensos nacionales sin los cuales todo queda en retórica». (Razonando sobre el clericalismo y otras insidias).
Esta preocupación parece constituir el centro de algunas intervenciones que ha dedicado el episcopado argentino a la preparación del bicentenario de la Independencia nacional, que se celebrará en todo el país el próximo 9 de julio. La decisión misma de realizar el Congreso Eucarístico Nacional –que acaba de terminar- en la ciudad de San Miguel de Tucumán, donde los representantes de las Provincias Unidas del Rio de la Plata proclamaron en 1816 la independencia de España, confirma la absoluta centralidad que los obispos argentinos atribuyen al bicentenario. El último documento que la Conferencia episcopal argentina dedicó al tema, titulado “Bicentenario de la Independencia. Tiempo para el encuentro fraterno de los argentinos”- es del pasado mes de abril, cuando los obispos se reunieron en Pilar para la 111ª Asamblea Plenaria del Episcopado. Es un documento particularmente rico en elementos de reflexión sobre los numerosos desafíos que el pueblo argentino debe afrontar hoy, en todos los niveles de la convivencia social.
La reflexión del episcopado sobre el sentido de la identidad nacional frente a los desafíos del presente tiene por otra parte antecedentes ilustres. Es el caso, por ejemplo, de un folleto que publicó en 2005 el entonces cardenal arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio –“La Nación por construir. Utopía, pensamiento y compromiso”- que recoge las palabras que pronunció el 25 de junio de 2005 en ocasión de la octava Jornada de la Pastoral Social promovida por la Conferencia episcopal argentina. Pese a su brevedad, el texto permite comprender mejor (sobre todo a los lectores no latinoamericanos) algunos aspectos de la reflexión que Bergoglio sigue desarrollando hasta la actualidad, como pontífice, sobre los aspectos más problemáticos de la sociedad contemporánea. Por eso no parece un ejercicio inútil leer en paralelo los dos documentos, que presentan significativas consonancias.
Ambos parten de una constatación sumamente realista del estado en que se encuentra la sociedad argentina al comienzo del tercer milenio. Para el cardenal Bergoglio la realidad muestra las consecuencias dramáticas de “un modelo de país armado en torno a determinados intereses económicos, excluyente de las mayorías, generador de pobreza y marginación”. Más de diez años después, el análisis que hacen los obispos argentinos no es menos descarnado. Reflexionando sobre los “principios éticos inspirados en el humanismo cristiano” que en 1816 animaron a los padres de la Patria al dar vida en Tucumán –en la Argentina profunda- al proyecto de una casa común para todos los argentinos, los obispos del país no dudan en afirmar que aquel proyecto parece haber fracasado en la actualidad, sobre todo en lo que se refiere a la integración de los pueblos indígenas, destacando que éstos tuvieron un rol nada secundario en la lucha por la independencia. Si el documento de los obispos se refiere en términos generales a los orígenes históricos de la Argentina como nación independiente, el de Bergoglio es mucho más incisivo al explicar las razones de la situación del país, “consecuencia de una crisis de las creencias y los valores que fundan nuestros vínculos sociales”
Esta crisis, según el arzobispo de Buenos Aires, nace de la “experiencia de orfandad”, que a su vez se caracteriza por tres dimensiones: a) la discontinuidad de la memoria: para Bergoglio, la sociedad actual parece haber cortado progresivamente sus lazos comunitarios, lo que se debe a un déficit de memoria (“concebida como potencia integradora de nuestra historia”) y un déficit de tradición (“concebida como la riqueza del camino andado por nuestros mayores”); b) el desarraigo espacial, existencial y espiritual: el hombre contemporáneo ha perdido la posibilidad de identificarse con un territorio y con una comunidad –éste es un punto clave de la reflexión de Bergoglio-, lo que implica también la pérdida de “horizontes de sentido hacia lo trascendente”; c) la caída de las certezas (entre ellas también el concepto de “patria”) que alcanza los fundamentos mismos de la persona, de la familia y de la fe. Para el cardenal, “la pérdida de referencias […] se constituye en una nueva certeza del pensamiento contemporáneo”, dando origen a un pensamiento “que se mueve en lo relativo y lo ambiguo, en lo fragmentario y lo múltiple” y que afecta “no solo la filosofía y los saberes académicos sino también la cultura “de la calle”. Es la época del pensamiento débil”.
Entre las consecuencias de esta situación, Bergoglio, siguiendo el magisterio de Juan Pablo II, subraya “el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad” (Veritatis Splendor, 101), porque “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto»” (Centesimus annus, 46). Eso es lo que está ocurriendo –afirma el arzobispo en junio de 2005- debido a la globalización, que “uniforma el pensamiento y elimina la diversidad constitutiva de toda sociedad humana”. Contra lo que Joseph Ratzinger, poco más de dos meses antes, había definido “dictadura del relativismo”, y lo que el mismo Bergoglio (siendo ya Papa Francisco) llamó después “colonización ideológica” –una de las expresiones más significativas del vocabulario bergogliano, que probablemente todavía necesita ser comprendida y profundizada-, el antídoto consiste en reapropiarse de la dimensión de “pueblo”. Un pueblo que está llamado a defender su propia cultura de cualquier absorción globalizante, pero que, lejos de hipostatizarse en una imagen monolítica y abstracta, se alimenta continuamente de los diferentes carismas de cada uno, realizando esa “unidad en la pluriformidad” que para Bergoglio constituye un don del Espíritu Santo.
Nos encontramos aquí frente a uno de los ejes fundamentales del pensamiento tanto de Bergoglio-cardenal como de Bergoglio-Papa. El documento de la Conferencia Episcopal Argentina también ofrece importantes puntos de reflexión sobre este tema. Los obispos argentinos, en efecto, recuperando la distinción fundamental entre “masa” y “pueblo” que ya planteó Pio XII en su mensaje de Navidad de 1944, subrayan la diferencia entre una “multitud anónima e indiferente” y el “sentirse parte de un pueblo y de una cultura común”. Esta es la condición imprescindible para que cada uno pueda sentirse valorizado dentro de la sociedad. Igualmente significativa es la insistencia de los obispos argentinos en la “experiencia de la cultura popular, con su religiosidad”, que “impide la manipulación ideológica del camino del pueblo”. Este camino “no es sectario, pues está abierto a la inclusión de todos”. Solo así, integrando todas las almas y los segmentos de la población, los obispos consideran que resulta posible construir una verdadera democracia, capaz, llegado el caso, de poner en tela de juicio incluso el orden de prioridades del sistema económico nacional