Desde hace ya algunos años, pero sobre todo en los últimos 24 meses, se registra en Chile un fenómeno alarmante y cierto sentido misterioso que tiende a agudizarse, como lo demuestran los hechos de los últimos días. Son ataques de todo tipo contra iglesias católicas y protestantes, sobre todo en la región de Araucanía. En una carta al Papa Francisco una asociación sindical afirma que, desde 2014 hasta la actualidad, en esa zona se incendiarion y se destruyeron 12 iglesias católicas y 2 evangélicas. Es sabido que en esta región del sud de Chile existe un conflicto que nunca se resolvió entre los grandes terratenientes y los indios Mapuche (12% de la población), pese a los grandes progresos legislativos y culturales, conflicto que alimenta permanentemente tensiones y enfrentamientos. La violencia de ambas partes forma una intrincada madeja de no fácil lectura. Pero hay algo más, y distinto. Se trata de actos vandálicos, verdaderas profanaciones como la que se produjo hace pocos días en el corazón de la capital, cuando un grupo de encapuchados destruyó y ofendió el sentimiento religioso chileno con una violenta operación contra un gran crucifijo que presidía una procesión y, pocas horas después, el incendio de una iglesia evangélica. Eso demuestra que los símbolos religosos en la mira aumentan mes a mes.
En los últimos años ya hubo más de 25 casos. Por otra parte las investigaciones, salvo algunas en particular, por lo general llegan a resultados nebulosos que no aportan nada claro. Y la acción preventiva tampoco resulta eficaz ni consistente. Se suceden las protestas, las tomas de posición y las advertencias, como las declaraciones de la Presidente Michelle Bachelet y del cardenal Ricardo Ezzati en las últimas horas, pero nada parece haber cambiado. Todo lo contrario. En la larga historia chilena, primero colonial y después republicana, nunca existió un conflicto interreligioso, y los fieles de las diversas confesiones, con una fuerte y mayoritaria presencia católica –aunque en disminución-, siempre convivieron en el respeto recíproco y con importantes momentos de colaboración. Quizás el único y transitorio momento de tensión interreligiosa se registró en la dictadura de Augusto Pinochet, quien durante algunos años en clave anticatólica trató de instrumentalizar a las iglesias evangélicas. Pero fue una operación mediocre e ineficaz que fracasó enseguida, aunque en algún momento Pinochet pudo utilizar mediáticamente el supuesto apoyo evangélico al gobierno militar.
En el panorama político las cosas siempre fueron muy claras. Es cierto que en el pasado hubo partidos, coaliciones y gobiernos anticlericales, por lo general bajo la hegemonía masónica, pero al mismo tiempo hay que destacar que nada de todo eso se tradujo en un conflicto interreligioso. En los mil días del gobierno marxista de Salvador Allende nunca se verificó un solo conflicto o tensión de trasfondo religioso. Todo lo contrario.
Entonces, la pregunta que muchos se hacen y no tiene respuesta es muy sencilla, pero al mismo tiempo alarmante. ¿Qué está ocurriendo y por qué? ¿Detrás de todo esto hay un plan?, y en ese caso ¿con qué objetivo? Por otra parte se trata de un fenómeno único en toda la región latinoamericana que es necesario resolver lo antes posible. Si la violencia siempre es insidiosa y nunca se debe subestimar, la que tiene trasfondo religioso –con los tiempos que corren- resulta mucho más preocupante.