En septiembre de 1979, casi tres años y medio después del golpe del general Videla, el Nuncio Apostólico del Papa en la Argentina, mons. Pio Laghi, ya había presentado a las autoridades – concretamente al Ministro del Interior general Albano Harguindeguy- 20 Listas con nombres y apellidos junto con datos y circunstancias de 1.748 personas desaparecidas y otras 16 Listas con datos de 640 detenidos. Solo se trata de la primera parte de un Fichero completo que el diplomático vaticano valoraba inmensamente y del que hablaba muchas veces con solicitud paternal; un fichero que se cerró con más de 5000 fichas personales.
El alma generosa y siempre dispuesta de esta operación fue el padre Luigi Perussini, un colaborador cercano del Nuncio, junto con otros colaboradores que fueron cambiando a través del tiempo: mons. Patrick Coveney, irlandés, hoy Nunzio; mons. Kevin Mullen, estadounidense, fallecido; mons. Claudio María Celli, Prefecto emérito del Pontificio Consejo para las Comunicaciones sociales; el argentino mons. Carlos Galán (luego consagrado obispo), el chofer Francisco, el padre Jaime Garmendia y muchos otros que quedaron en el anonimato. Cada uno de ellos tenía una responsabilidad y una tarea, y juntos hacían todo lo posible para desplegar una actividad frenética, que iba creciendo cada vez más a medida que llegaban los pedidos de ayuda, todos los días, a toda hora. Los teléfonos de la Representación diplomática estaban bajo un estrecho, y a veces risible, control de la Policía política, y las calles que conducían a la Nunciatura estaban constantemente vigiladas, aunque con discreción.
El equipo Laghi-Galán. El “Fichero Pio Laghi” se construyó con información que provenían casi exclusivamente de dos tipos fuentes: las que se recogían directamente en la Nunciatura (cartas, notas, memos, conversaciones personales y llamados telefónicos, no solo de Buenos Aires) y las que por los mismos medios reunía el padre Carlos Galán, que en ese momento era Secretario de la Conferencia Episcopal Argentina. Para obtener la información, el padre Galán contó sobre todo con la colaboración de algunos obispos –muy pocos- que le hicieron llegar pedidos o que transmitieron información que tenían en su poder. En este ámbito, los Archivos vaticanos probablemente hablarán más con los silencios que con las solicitudes de ayuda.
Después de hacer las necesarias verificaciones y chequeos, en tiempos brevísimos, de la Nunciatura partían las Listas (un poco desordenadas) y los Registros (con la información más organizada) hacia el Ministerio del Interior y los despachos de los Comandantes de las tres armas de las Fuerzas Armadas (que raramente respondían). En muchos casos esas Listas y Registros estaban acompañados por cartas del Nuncio. El problema era siempre el mismo: pedir al Ministro, o más en general a las autoridades pertinentes, información sobre personas arrestadas, desaparecidas, ausentes o amenazadas.
Un “regalo” del Ministro del Interior. El 10 de agosto de 1976 Pio Laghi, sin haber recibido respuesta a una carta-lista enviada al Ministerio del Interior el 2 de ese mismo mes, despachó una nueva misiva al Ministro Harguindeguy con 35 nuevos nombres de detenidos o desaparecidos, diciendo textualmente que pedía “respeto de los derechos humanos y civiles de las personas para las que se reclamaba justicia”. El famoso Ministro respondió el 31 de agosto y su carta contenía una extraña sorpresa: no hablaba solo de las 35 personas requeridas sino que incluía otros 17 casos, de los cuales 15 eran personas desconocidas para la Nunciatura. El mismo Ministro estaba ayudando a confeccionara el Fichero del Nuncio.
340 centros clandestinos de detención. La obra de Pio Laghi y sus pocos colaboradores fue, sobre todo en los primeros cuatro años de la dictadura, gigantesca y extremadamente difícil, y seguramente, sin saberlo, no siempre hicieron todo lo que en teoría se podía esperar. Se movía entre las cenizas y los escombros de un régimen atroz. Cuando terminó la dictadura quedó demostrado que había 340 centros de detención clandestinos en todo el país. En algunos de ellos no pocas personas permanecieron recluidas años y años, y muchas, muchísimas, nunca volvieron con su familia. “Eran como tachos de basura: se llenaban y se vaciaban periódicamente”, confesó con amargura Pio Laghi a un amigo con el cual conversaba a menudo en Roma, reflexionando sobre los años que pasó en Argentina.
ESMA. El símbolo macabro de esta realidad, que hoy no pocos creen conocer y comprender armando artículos a medida con fragmentos de declaraciones, fue la tristemente célebre ESMA (Escuela Superior de Mécanica de la Armada) que en 2007 se convirtió en Museo de la Memoria. Por este infierno pasaron por lo menos 5.000 personas, y muchísimas de ellas fueron torturadas o eliminadas por los oficiales y soldados del grupo operativo que gestionaba la cárcel, denominado “Grupo de Tareas”. Esta banda de salvajes creo su propia jerga espeluznante: “Noche de asado” se denominaba el momento de quemar los cadáveres con nafta o neumáticos; “Transferencia” era arrojar desde elicópteros o aviones a prisioneros vivos en el Atlántico; “El Dorado” era el enorme depósito donde se dejaba morir a los detenidos agonizantes; “Caperucitas” eran los detenidos a los que colocaban una capucha que les impedía ver a los torturadores; “Calle de la felicidad” era el recorrido que conducía a la cámara de torturas. De estos lugares de horror sin límite salieron cientos de niños robados a sus madres presas, recién nacidos, para ser “entregados” a familias “confiables” (no comunistas o cómplices de los terroristas).
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