El misterio de la biblioteca marxista de Esther Balestrino de Careaga se mantuvo cuatro décadas. Y casi por casualidad quedó resuelto hace pocos días, durante la visita del Papa Francisco al Paraguay. Es un episodio especialmente significativo considerando las acusaciones que se difundieron contra Bergoglio, y que en todo caso permite conocer mejor la personalidad del Papa Francisco. La historia triste y heroica de Esther se ha contado muchas veces. La amistad entre el futuro Papa y la doctora que hablaba de Marx nació por casualidad. Eran los años cincuenta y Jorge Mario Bergoglio conoció a Esther Balestrino cuando acababa de terminar el colegio secundario. El prometedor hijo de inmigrantes italianos estaba explorando el camino que podía orientarlo hacia una carrera universitaria. Esther era bioquímica farmacéutica y en el Paraguay de los años cuarenta había sido activista marxista, fundadora del primer movimiento de defensa de los derechos de las mujeres y de los trabajadores rurales. Se había granjeado la enemistad de autoridades y latifundistas, que en realidad eran la misma cosa, y por esa razón debió exiliarse en Argentina, donde se casó y tuvo tres hijas. Radicada en Buenos Aires, ejerció la profesión de bioquímica colaborando en importantes investigaciones y publicaciones científicas.
Esther era una mujer fuerte. Bastaba verla. Entre probetas, reactivos, microscopios y delantales blancos, Bergoglio no aprendía solo la cultura del trabajo. Esther era meticulosa, le hacía repetir los análisis químicos, razonaba como científica. La razón apoyada en la experiencia empírica. No había lugar para un método que no estuviera basado en el conocimiento racional de las cosas. “Allí tuve una jefa extraordinaria”, recordará Bergoglio años después durante una larga entrevista que concedió a Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti. El recuerdo de Bergoglio está cargado de afecto: “Esther Balestrino de Careaga, una paraguaya simpatizante del comunismo que años después, durante la última dictadura, sufrió el secuestro de una hija y un yerno, y luego fue raptada junto con las desaparecidas monjas francesas: Alice Domon y Léonie Duquet, y asesinada. Actualmente está enterrada en la iglesia de Santa Cruz. La quería mucho. Recuerdo que cuando le entregaba un análisis, me decía: ‘Ché… ¡qué rápido lo hiciste!’. Y enseguida, me preguntaba: ‘¿Pero este dosaje lo hiciste o no?’ Entonces, yo le respondía que para qué lo iba a hacer si, después de todos los dosajes de más arriba, ése debía dar más o menos así. ‘No, hay que hacer las cosas bien’, me reprendía. En definitiva, me enseñaba la seriedad del trabajo. Realmente le debo mucho a esa gran mujer”.
En otra oportunidad, en 2010 frente a un tribunal oral federal, el entonces arzobispo de Buenos Aires agregó más detalles: “Una mujer con mucho sentido del humor, que me introdujo en el mundo de la política. Era una febrerista, del Partido Febrerista Paraguayo, exiliada aquí. Me hacía leer varias cosas, los artículos de Barletta, por ejemplo, conversábamos sobre eso, los comentábamos. Le debo mucho a esa mujer. Después, a pesar de que yo era cura, seguimos siendo amigos”.
Y aquí se inserta un episodio que durante muchos años estuvo envuelto en el misterio. “Una vez me llamó y me dijo: “¿Podés venir a mi casa?, mi suegra está mal y quiero que le des la extremaunción”. Me pareció raro –explicó el arzobispo jesuita- porque no eran creyentes, a pesar de que la suegra sí lo era, y bastante devota; pero me pareció raro. Y me pidió si podíamos esconder la biblioteca, porque a ella la estaban vigilando. Le habían secuestrado una hija aunque después la dejaron en libertad. Tenía tres hijas. La recuerdo como una gran mujer”.
Es un episodio que nunca se resolvió del todo y yo había rastreado sin poder encontrar la pieza que faltaba. Cuando estaba haciendo la investigación para mis dos libros (“La lista de Bergoglio”, publicado en Argentina por Editorial Claretiana, y posteriormente “I salvati e i sommersi di Bergoglio”, que se publicó solo en Italia), varios jesuitas me dijeron que en la biblioteca del Colegio estaban escondidos “libros comunistas”. Suponían que eran los libros que Esther le había confiado al padre Jorge. Después, algunos de los más acérrimos críticos del Papa me habían hecho notar que “de esos libros nunca más se supo nada y por lo tanto Bergoglio debe haberlos destruido”. Personalmente no me parecía que estuviera mal. Si en un momento como aquel hubiera sido necesario abandonar por el camino “El Capital” de Marx, no era un pecado mortal, sobre todo si de ello dependía salvar una vida. No eran manuscritos originales, y por lo tanto se los podía reponer. Pero durante su visita al Paraguay, tal como informó y documentó Tierras de América, el Papa Francisco se encontró con las hijas de Esther. Un abrazo afectuoso después de tantos años, pero además, durante la entrevista con Lucia Capuzzi, periodista del diario Avvenire, las hijas de Esther explicaron, en pocas palabras: “No lo veíamos desde que nos devolvió los libros de mamá”.
No es un detalle menor, sino una noticia que apasionará a los biógrafos, porque completa el rompecabezas y ayuda comprender mejor quién es Jorge Mario Bergoglio. Durante años el jesuita había custodiado esa herencia de Esther y cuidó que no se perdiera ni una sola página de ella. Eran libros que Esther había leído, hojeado y subrayado. Por más alejado que el futuro Papa Francisco se mantuviera de la teoría marxista, el padre Jorge ocultó y protegió aquellos libros como si fueran personas. Tal vez porque esas ideas, las compartiera o no, eran el símbolo de una mujer excepcional, mártir de los derechos humanos. La mujer que decidió confiar su patrimonio de ideas a Jorge Mario Bergoglio, el aspirante a químico que llegó a ser Papa.
Cuarenta años después sabemos que tuvo razón al confiar en él para que no se perdiera su herencia.