Si no hubiera sido por ese pulmón enfermo, hoy el padre Jorge Mario Bergoglio no sería Papa. Sería misionero en Asia. Apenas se hizo oir en su vida la llamada al sacerdocio, su primer deseo fue partir como misionero a Japón. Aquella severa infección pulmonar se cruzó en el camino entre el joven Bergoglio y la gran nación del Sol Naciente. Aunque después se recuperó, con un pedacito de pulmón menos, sus superiores no lo consideraron apto para la empresa. A Bergoglio no le quedó más remedio que obedecer. No podía imaginar, en esa época, que un día viajaría como Papa y daría nueva forma al sueño de su juventud.
La fascinación por el Lejano Oriente forma parte del ADN de los jesuitas. Desde san Francisco Javier hasta Mateo Ricci, los primeros discípulos de la Compañía de Jesús siempre se sintieron atraídos por lo que muchos consideraban una misión imposible: llevar la novedad del cristianismo a civilizaciones antiquísimas que parecían refractarias a cualquier influencia exterior. Pasión por una “periferia” geográfica y cultural que los jesuitas intuían que estaba destinada a tener cada vez mayor peso en el mundo entero; pueblos a los que miraban con los mismos ojos con que san Pablo afrontó sus viajes más arduos y peligrosos, haciéndose “griego con los griegos, judio con los judíos” para conquistar nuevas almas para Cristo.
Los discípulos de san Ignacio pudieron llegar hasta donde otras órdenes religiosas nunca se hubieran atrevido, hasta el corazón de la ciudad prohibida, Pekín. Utilizando todo tipo de recursos, incluso el estudio de la astronomía que fascinaba al emperador chino. Fueron admirados y fueron odiados. Muchos de ellos murieron mártires. A veces tuvieron que luchar también contra la rigidez de la curia romana. Un ejemplo fue la controversia sobre los ritos chinos. A los nuevos conversos de ojos rasgados los misioneros jesuitas no les imponían como condición, para abrazar la fe cristiana, que renunciaran a la práctica confuciana del culto a los antepasados. Después predominó una postura más extremista, los sabios intentos de inculturación que promovía la Compañía de Jesús quedaron desautorizados y la práctica de los ritos chinos se consideró una “superstición” incompatible con la doctrina católica. Las consecuencias en el campo misionero fueron devastadoras. Recién tres siglos después, en 1939 y por voluntad de Pio XII, un decreto de Propagande Fide rehabilitó el método de los jesuitas.
De hecho, Asia en su conjunto siguió siendo, de los cinco continentes, el más impermeable al cristianismo. Hasta la actualidad los católicos, si bien tienen un crecimiento porcentual superior al promedio europeo, no superan el tres por ciento de toda la población asiática. Una población inmensa: en esta parte del mundo vive el 50 por ciento de los habitantes de todo el planeta.
Si el joven padre Bergoglio no pudo ser misionero por culpa de un pulmón, también fue un problema de salud lo que impidió a Benedicto XVI pisar el suelo asiático en el curso de su pontificado. Realizó veinticuatro viajes apostólicos al exterior, cuatro de ellos intercontinentales (incluyendo Australia para una JMJ), pero nunca pudo ir a Asia. Cuando sus colaboradores comenzaron a programar una visita, los problemas de presión y de circulación desaconsejaron un trayecto tan largo en avión.
Ahora le toca a Francisco poner rumbo a Oriente. Corea del Sur, del 13 al 18 de agosto. Después, en enero de 2015, Sri Lanka y Filipinas. Asia es una prioridad en su pontificado. En el horizonte, todavía lejos pero no del corazón y la mente del Papa jesuita, la gran China.
Un poco de Corea ya conoció Bergoglio en Buenos Aires. A principios de febrero nombró al padre Han Lim Moon, sacerdote coreano que reside desde hace veinte años en Argentina, obispo auxiliar de la paupérrima diócesis de San Martín, donde trabaja el padre Pepe, párroco de la villa de emergencia la Cárcova y uno de los sacerdotes predilectos de Bergoglio.
Corea no es solo uno de los tigres de la economía asiática. También es uno de los tigres de la evangelización en el continente, como explica Vincenzo Faccioli Pintozzi en su libro “La misión del Papa Francisco en Corea”. Los católicos han crecido a un ritmo vertiginoso en las últimas décadas y ahora constituyen el diez por ciento de la población. Caso más único que raro, en el “país de la mañana calma” no fueron misioneros extranjeros los que implantaron el evangelio, sino laicos locales convertidos por el eco que llegó a estas tierras de la predicación de Matteo Ricci en Pekín.
Corea es un país herido. Dividido artificialmente en dos estados y sometido a la lógica violenta de la guerra fría. Pero las heridas no son solo geopolíticas. Disciplina confuciana y espíritu capitalista forman en Corea del Sur una mezcla insólita, motor de una economía que ha impuesto sus marcas exitosas en todo el mundo, desde Samsung hasta Hunday. Para la mayoría de la gente, el precio es una vida sometida a las exigencias del trabajo. La persona individual ha quedado anulada en el altar de la producción y de la productividad. Es probable que esa sea la razón del interés por el cristianismo, no tanto por la moda intelectual de una “religión occidental”, sino por la posibilidad de experimentar un horizonte distinto para la vida. Toda esta historia, todo este potencial, llevará consigo el misionero Francisco, que por culpa de un pulmón enfermo tuvo que demorar algunas décadas su viaje a Asia.