Juan Carlos tiene 12 años y ha cruzado tres países. Tren, balsa, autobús y por último a pie. Acaban de dejarlo en uno de los cuatro “centros de detención para menores migrantes” ubicados en la frontera. Él todavía no entiende la jerga burocrática y lo llama “una cárcel para niños”. Por el momento lo han dejado allí, pero no está dicho que pueda permanecer en Estados Unidos; lo separa de sus padres el proceso de repatriación. Para evitarlo debe encontrar un abogado que solicite el asilo y comience los trámites para la visa de menores que han sufrido abusos o han sido abandonados, o cualquier otra medida legal que le permita residir legítimamente en el país. El único propósito que tenía era volver a reunirse con sus padres en Nueva York, pero ellos también son clandestinos y no pueden gestionarle la visa.
Emigrar no es un tema sólo de adultos. Los números hablan claro: el éxodo de migrantes menores no acompañados crece continuamente. Según el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, eran 8 mil en 2011. Este año ya pasaron 47 mil y se esperan 60 mil nuevos ingresos de menores indocumentados en lo que queda del año. Para hacer frente a semejante oleada se han creado refugios transitorios en bases militares desocupadas de Texas, California y Oklahoma. Cuentan con doscientas plazas la primera y aproximadamente 600 las otras, pero en algunas localidades de frontera como El Paso han surgido precariamente verdaderas ciudades refugio. Tan solo en los cuatro centros de detención para menores de El Paso se encuentran alojados 300 niños y niñas, y 800 ya fueron repatriados a sus países de origen: Honduras, Guatemala, Ecuador, El Salvador y México. ¿Edades? Entre 11 y 17 años.
El presidente Obama la definió como una “situación humanitaria urgente”. Para ponerle freno, su administración implementó el “Dram Act”, una ley que permite beneficiar a los niños que ingresaron al país antes de los 15 años y han residido allí durante cinco. Pero no es suficiente, porque la ley no se aplica a los recién llegados. Fernando García, director del albergue para clandestinos de El Paso, “Casa Anunciación”, culpa precisamente a la administración Obama de la situación: “Si hubiera un mecanismo legal para que las familias se pudieran reunir, no se pondría en riesgo a los niños o menores de esa edad”, comenta. Porque detrás de cada estadística y de cada ley siempre hay historias de personas de carne y hueso (Sueños, sudor y coyotes.. Historias de emigrantes de América Central por los caminos del sueño americano).
El itinerario que siguió Juan Carlos está descrito en el informe “Migrantes en su paso por México: nuevas problemáticas, rutas, estrategias y redes”. Juan Carlos comenzó su viaje en Honduras en una camioneta que lo llevó a Guatemala. Después subió en una balsa hasta la costa sud de México y finalmente atravesó todo ese país y llegó hasta la frontera en autobús. Lo acompañaba un hombre que acababa de conocer y al cual sus padres le habían pagado la pequeña fortuna de cinco mil dólares. Estuvo una semana en una casa de seguridad cerca de la frontera, esperando para cruzarla. Hizo el trayecto a pie y una vez que estuvo del otro lado, el traficante le dijo que siguiera hasta el patio de una iglesia y él desapareció. Estaba caminando en esa dirección cuando alguien lo detuvo por la espalda: un agente de la Patrulla Fronteriza.
Lo que impresiona en la historia de Juan Carlos y de los jóvenes migrantes como él, es la determinación. ¿Harías de nuevo este viaje? Te responde que sí, que valió la pena tratar de escapar de lo que está pasando en su país: “En Honduras no hay nada que hacer. Sí tengo a mis amigos, pero no hay buenas escuelas ni trabajo”, dice sin dudarlo. Aunque en el fondo siempre es una fuga de la violencia descontrolada: “Además están los pandilleros que matan a la raza ahí por donde vivía. Me tocó ver a unos”. Es el mismo disparador que hace huir a la mayoría de los migrantes centroamericanos. No tienen intenciones de beneficiarse del Dram Act o cualquier otro recurso legal. Solamente quieren alejarse de la sangre y del terror.
Una masa de semejantes dimensiones que hace presión en la frontera se convierte en un negocio millonario. Es un business que está por encima de cualquier crisis y ni siquiera las periódicas guerras entre los diversos carteles por el control del territorio ha conseguido frenarlo. Por el contrario, se entablan escalofriantes acuerdos: para ustedes el control de la droga y para nosotros el de los clandestinos. Las tarifas, como cuenta uno de los tantos traficantes, rondan los 6 mil dólares.
Se hace llamar Ricky y explica cómo funciona. Todo empieza con sus contactos en El Salvador y Honduras. Éstos guian al niño por medio del celular a través del territorio mexicano hasta la frontera. “Ellos se quedan con 5 mil dólares y los guían por celular, para no arriesgarse. Les dicen a dónde lleguen a comer, dónde duerman, todo, cada detalle, y luego ya llegan conmigo y yo me quedo con unos mil, pero tengo que pagarles a aquellos locos (de los carteles)”, se lamenta.
Clima propicio para las estafas y la gente sin escrúpulos. La frase con la cual se desentienden de los niños siempre es la misma: “Yo te traje hasta aquí, ahora te las arreglas solo”. Pero nada parece desalentarlos. Ni siquiera los 50 días de detención a los cuales, como Juan Carlos, se arriesgan. Esperan, impasibles, que se resuelva su situación migratoria. Juan Carlos dice: “Mientras, estoy bien aquí, con mis primos. Ya si me dejan que bueno, me voy con mis papás.”