El Evangelio de hoy comienza con un doctor de la ley que está tratando de poner a prueba a Jesús. Él es un experto en leyes, pero siente hostilidad contra Jesús; parece ansioso por saber qué debe hacer para alcanzar la vida eterna, pero su verdadera intención es sorprender públicamente a Jesús en algo incorrecto. Jesús responde a su pregunta con otra: “¿Qué está escrito en la ley?”. Y el doctor de la ley le contesta cumplidamente, citando el mandamiento más importante: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a tí mismo.
Jesús dice: “Has contestado bien. Haz eso y vivirás”. El amor a Dios y el amor al prójimo son la clave para llevar una vida buena. Y la enseñanza más asombrosa del Evangelio es precisamente hasta qué punto el amor a Dios y el amor al prójimo están íntimamente relacionados entre sí. Pero el doctor de la ley queda un poco avergonzado y por eso formula otra pregunta para parecer inteligente y sagaz. Y la pregunta es importante: “¿Quién es mi prójimo?” Esta magnífica pregunta ofrece a Jesús la oportunidad para regalarnos una de las parábolas más grandes del Nuevo Testamento, la parábola del Buen Samaritano.
En los tiempos de Jesús el pueblo elegido no utilizaba nunca la expresión “buen samaritano”. Parecía contradictoria. ¿Cómo podía alguien ser samaritano y al mismo tiempo bueno? Los samaritanos eran despreciables, extranjeros, heréticos y excluidos. Y en cambio Jesús muestra que ese extranjero, ese samaritano, se convierte en el protagonista, en el héroe que salva a uno de los hijos legítimos de esa tierra, a quien no ayudan sus compatriotas o correligionarios, sino precisamente un extranjero, un extraño, un samaritano. ¿Quién es mi prójimo? Jesús ha cambiado los términos de la pregunta pasando del ámbito de la obligación legal (¿quién merece mi amor?) al ámbito de la donación (¿de quién puedo yo ser prójimo?). Y de esa manera el despreciable samaritano se convierte en ejemplo moral.
Jesús nos está mostrando que el pueblo que pertenece a la comunidad de la alianza de Dios debe vivir un amor que no se detiene en la amistad o en la cercanía, sino un amor que tiene un respiro universal y no busca recompensas. La función de las parábolas puede ser instruir o provocar un shock. Esta parábola se propone sacudir la imaginación de la gente, para provocar, para desafiar. Los criterios acostrumbrados para determinar el valor de una persona se sustituyen por otros fundados en una atención desinteresada a las necesidades de los demás, cualquiera sea el lugar donde uno los encuentre. Hemos venido hoy aquí, al desierto, para estar próximos y para encontrar a nuestro prójimo en cada una de las personas que sufren y que arriesgan su vida y a veces la pierden en el desierto. El Papa Francisco nos alienta para que salgamos a las periferias a buscar a nuestro prójimo en los lugares de dolor y de oscuridad. Estamos aquí para descubrir nuestra identidad de hijos de Dios, que a su vez nos hace descubrir quién es nuestro prójimo, quién es nuestro hermano y nuestra hermana.
Como nación de inmigrantes debemos sentirnos identificados con estos otros inmigrantes que tratan de entrar a nuestro país. Los Estados Unidos son una nación de inmigrantes. Aquí solamente los nativos americanos no han llegado de alguna otra parte. Entonces la Palabra de Dios hoy nos recuerda que Dios quiere justicia para el huérfano y la viuda, y que Dios ama al extranjero, al extraño. Y nos recuerda que nosotros también fuimos extranjeros en Egipto. Debido a la carestía de la papa y a la opresión política mi gente llegó aquí desde Irlanda. Miles y miles de personas morían de hambre. En los barcos-cementerio que transportaban a los inmigrantes irlandeses, un tercio de los pasajeros morían de hambre. Los tiburones seguían los barcos esperando devorar los cuerpos que “sepultaban” en el mar. Sospecho que solamente los africanos que traían como esclavos en barcos tuvieron un viaje peor. Frank McCourt escribió un libro titulado The Irish and how they got that way. En una escena los inmigrantes irlandeses recuerdan: “Hemos venido a América porque pensábamos que las calles estaban empedradas en oro. Cuando llegamos descubrimos que las calles no sólo no estaban empedradas en oro, sino que ni siquiera estaban empedradas; y también descubrimos que nosotros éramos los que debían empedrarlas”.
El trabajo duro y el sacrificio de tantos inmigrantes es el secreto del éxito de este país. A pesar de la xenofobia que proclama una parte de la población, nuestros inmigrantes contribuyeron poderosamente a la economía y al bienestar de los Estados Unidos. Aquí, al desierto de Arizona, hemos venido a llorar los innumerables inmigrantes que arriesgan su vida en manos de los coyotes (los traficantes de personas, ndr) y de las fuerzas de la naturaleza, para venir a Estados Unidos. Todos los años aparecen 400 cadáveres aquí en la frontera, cuerpos de hombres, mujeres y niños que trataban de entrar a Estados Unidos. Y éstos son sólo los cuerpos que se han encontrado. Desde que cruzar la frontera se volvió cada vez más difícil, esta gente empezó a afrontar mayores riesgos y mueren más personas.
El año pasado aproximadamente 25 mil niños, la mayoría de Centroamérica, llegaron a Estados Unidos sin estar acompañados por algún adulto. Decenas de miles de familias han quedado dividadas por la legislación migratoria. Más de 10 millones de inmigrantes sin documentación están expuestos a la explotación y la imposibilidad de acceder a los servicios humanos esenciales, y viven constantemente acosados por el miedo. Contribuyen a nuestra economía con su duro trabajo, a menudo contribuyen con millone de dólares anuales a los fondos previsionales y los programas de asistencia sanitaria de los que nunca se verán beneficiados (…).
Nuestro país ha obtenido beneficios de muchos grupos que tuvieron el coraje y la fuerza de venir a América. Vinieron huyendo de condiciones terribles y trayendo consigo el sueño de una vida mejor para sus hijos. Entre ellos había algunos de los más industriosos, ambiciosos y emprendedores ciudadanos de sus propios países y aportaron enormes energías y buena voluntad a su nuevo país. Su trabajo duro y sus sacrificios hicieron grande esta nación. Muchas veces estos inmigrantes tuvieron que hacer frente a las sospechas y a la discriminación. De los irlandeses se decía “no necesitan pedir”; nuestra etnia y nuestra religión nos hacía indeseables. Pero lo mejor de América no es el espíritu santurrón y xenófobo de los “Know Nothings”, sino la generosa bienvenida del Nuevo Coloso, la mujer poderosa con una Torah en la mano, la Estatua de la Libertad, la Madre de los exiliados que proclama ante el mundo: “¡Guardaos tierras antiguas, vuestra pompa legendaria! (…) Dadme vuestros hijos exhaustos, vuestros pobres, vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad, el desamparado desecho de vuestras atiborradas playas. Enviadme a los desposeidos, azotados por la tempestad. Yo levanto mi antorcha para iluminar la puerta dorada”. (Emma Lazarus).
Vigilemos para que esta antorcha siga ardiendo luminosa.