Un año pasa rápido. Ayer pensaba en eso. Un año atrá lo había llamado por teléfono para cancelar una audiencia que me había dado. Debíamos vernos once días después, pero yo no podía ir y por supuesto en ese momento no se me ocurrió pensar que él tampoco.
“Gracias por avisarme”, me dijo. “¡Así que tu hermano decidió no cumplir años! Decile que aunque no festeje, lo mismo cumple. Es mejor festejarlos porque el tiempo pasa de todos modos”.
Recordaba mejor que yo el motivo de la audiencia y del viaje suspendido. Debía avisarle que no iría para que pudiera disponer del tiempo que me había prometido, pero tampoco podía dejar de mencionar la noticia que acababa de escuchar, apenas diez minutos antes de llamarlo, y pregunté: ¿y ahora qué va a pasar? Él me contestó: “No sé. Todo ocurre en tiempo real. Para ti y para mi. Yo también acabo de saberlo”. No tengo ninguna primicia, periodista. Después me preguntó: “¿Vas a escribir sobre eso?”. No tengo opción, respondí. Entonces debes partir de la idea de que para tomar una decisión como esa hay que tener un coraje enorme y una humildad infinita. Partiendo de allí no te vas a equivocar”.
A un año de aquel anuncio la imagen del hombre, físicamente vencido pero moral y espiritualmente intacto, que renuncia al papado, vuelve a la memoria poniendo en evidencia que aquello de “un coraje enorme y una humildad infinita” eran la condición sine qua non para poder tomar una decisión como esa.
Joseph Ratzinger, el Papa Emérito Benedicto XVI, hoy debe tener la paz interior que proviene de saber que ha obrado bien, rectamente, según su conciencia y por el bien de su Iglesia. ¡Cuánto más fácil hubiera sido dejarse llevar! Aceptar el camino cuesta abajo de consentir el status quo, el poder detrás del poder, cerrado a la posibilidad de cambio.
Nadie puede negar que en este tiempo la Iglesia ha cambiado y el primer cambio fue precisamente ése, casi increíble en el devenir de los siglos, de un Papa que renuncia.
La noticia desarmó a quienes menos creían en ella, a quienes sólo esperaban una nueva capa de barniz sobre las anteriores. Fue solo un momento, un momento muy breve. Después se levantaron indignados contra aquel rebelde que se negaba a quedarse allí, inmovil e inmovilizado, hasta la muerte. Por esa razón, y por muchas otras, había que tener “un coraje enorme y una humildad infinita” para hacer lo que hizo Benedicto XVI.
Un gesto de coraje y de humildad al mismo tiempo. Un gesto sencillo e inédito –histórico se ha dicho- para que renaciera la esperanza. Joseph Ratzinger tuvo el coraje y la humildad de abrir de par en par las puertas de la Iglesia al tercer milenio.
Muchas veces decimos que no se puede pedir gestos de coraje a los ancianos porque ellos tienen que reservar todo el que tienen para enfrentar la muerte. También por eso su ejemplo ha sido grandioso. Podía acurrucarse bajo las cobijas de la vejez que justifica todo, y en cambio el viejo soldado usó las últimas fuerzas que le quedaban no para sí mismo, para su propio bienestar, sino para el destino de la Iglesia, y abrió las puertas a la posibilidadf de un renacimiento. “Un coraje enorme y una humildad infinita”. Tal vez ya no los tenía, tal vez los recibió para esta última obra.
Es curioso que la persona que me lo hizo notar no previera la parte que habría de tener en esta historia.
“¿Entonces cuándo vienes a Buenos Aires?”, me preguntó. No sé, en marzo o abril… cuando mi hermano decida cumplir años e invitarme a festejarlos, le contesté.
“Mejor hagamos así; yo ahora tendré que ir a Roma, al Cónclave. A la vuelta te llamo y arreglamos cuándo podemos vernos”.
No por hacerme el profeta, sino queriendo hacer una broma, le contesté: ¿Y si no vuelves?
No volvió.